(publicado en El vuelo de la palabra 2019)
El día que Aurora se marchó amaneció nublado, y en la radio anunciaron que aquella borrasca estival que había azotado el noroeste del país durante el fin de semana iría disolviéndose por fin a lo largo de la jornada. El bochorno había sido insoportable. Las ropas adhiriéndose a las pieles pegajosas de la gente, las pieles diluyéndose en sudor caliente. Cuando por fin rompió a llover, la madrugada anterior, el vecindario al unísono soltó un suspiro de alivio que hizo temblar ligeramente las ventanas de doña Aurora. A ella todo eso le daba igual, con los años había desarrollado una indiferencia absoluta hacia el clima, que aseguraba era herencia de familia y que la mantenía con un atuendo constante de brazos desnudos y pantorrillas descubiertas. Estuvo lloviendo durante siete horas, y cuando por fin paró, a primera hora de la tarde, doña Aurora salió al patio trasero por la portezuela desvencijada de la cocina, recogió tres manzanas que metió en una bolsita de tela blanca y se volvió para dentro, dejando las manzanas junto a aquel recorte de periódico que descansaba, hacía una semana, sobre la mesa de roble del comedor. Observó las tres manzanas con parsimonia, eligió una basándose en sabe dios qué y se la comió despacio, releyendo una vez más aquel artículo de no más de cinco líneas que la había herido de muerte.
En aquel tiempo, Aurora, doña Aurora Márquez, pasaba las horas sentada a la mesa del comedor, la mirada perdida sobre la vieja máquina de coser y las manos entrelazadas en torno a su copa de brandy de jerez, esperando a que Joaquín Rosales, su Joaquín, volviera de una guerra a la que hacía más de cincuenta años que había partido. La demencia no le permitía ya recordar a aquel soldado de pelo ralo y mirada de cazador furtivo que cuarenta y ocho años antes había venido a informarle de la muerte en combate de don Joaquín. No recordaba las lluvias inusuales de aquella semana de julio, ni haberse quedado con las tripas rotas de tanto llorar. Diez años de estricto duelo, por fuera y por dentro, para ahora no acordarse ni de quién había perdido la guerra, porque las guerras no se ganan, sólo se pierden. La otrora magnificente casa de la esquina, en la que había vivido desde el día de sus nupcias, agonizaba ahora en un estado deplorable, las ventanas cubiertas con cortinajes tupidos y las paredes sin un solo espejo, porque la pobre se asustaba cada vez que se miraba en uno y aparecía aquella vieja de ojos hundidos que aseguraba que sólo podía ser la encarnación del mismísimo demonio. Doña Aurora raramente hablaba, principalmente porque no tenía con quién, y cuando lo hacía era para preguntar por Joaquín, o directamente para cagarse en la madre que lo parió, cuando en medio de alguno de sus oasis de lucidez se acordaba de cuál había sido su trágico destino.
—Ese desgraciado me dejó con cinco hijos y una mano delante y otra detrás. Rentable le salió el negocio de la guerra.
*
El día que Aurora se marchó, doña Rosario fue a visitarla después de misa. Doña Rosario había sido educada en los más puros valores de la discreción, y rara vez se aventuraba a importunar la privacidad de sus vecinos, dejando su vida social en manos de los fortuitos encuentros que concedían las calles del pueblo los domingos y fiestas de guardar. Pero ese día, acaso inconsciente conocedora de las confabulaciones del destino, se vio, sin saber muy bien cómo, llamando al timbre del número uno de la calle Fuentes, y la voz que tronó en medio de aquel silencio estival pareció que viniese ya desde muy lejos.
—¡Joaquín!
Doña Rosario, que sabía perfectamente que para hablar con doña Aurora tenía una que transportarse mentalmente a otra época, pues nunca sabías dónde la ibas a encontrar ese día, puso los ojos en blanco y se anunció desde el otro lado, mientras la puerta cedía ya, a pesar de las reservas de su dueña, dejando entrever los aires fantasmales de doña Aurora.
—Soy yo, Rosario. A Joaquín le tienes al fondo de la calle, pero si quieres te acompaño a verlo.
—Hola Rosario, pensé que fuesen noticias de Joaquín.
Doña Rosario asintió con paciencia y doña Aurora se echó a un lado para dejarla pasar.
—¿Quieres un café? Tengo manzanas ácidas, puedes llevarte algunas si quieres, para Ramiro y los niños.
Los niños a los que doña Aurora se refería tenían ya casi cincuenta años y vivían en la capital, y el pobre Ramiro hacía ya un tiempo que descansaba a escasos metros del lecho de su colega Joaquín, pero doña Rosario se lo agradeció igualmente, le aceptó el café y se sentó a la mesa de roble, junto a la máquina de coser. Como ella, Aurora vivía sola desde hacía tanto que la casa había perdido su carácter. Al principio, al poco de irse la última de sus hijas y sus dos nietas menores, aún se podía escuchar el eco de sus risas al entrar en la casa, desparramándose por cada rincón como los fragmentos de un vaso roto. Pero ahora ya no se oía nada. Sus hijos nunca la visitaban, y la familia Rosales hacía años que tampoco mantenía contacto alguno con Aurora. Muerto Joaquín, nada les quedó a sus hermanos de aquel amago de afecto que alguna vez pudieran haber sentido por su cuñada.
Contra todo pronóstico, y a pesar de su soledad, doña Aurora no vivía deprimida, al menos la parte del tiempo que las telarañas de la memoria la mantenían donde ella quería estar. Dedicaba las mañanas a arreglarse —si volvía Joaquín quería que la encontrase pesentable— y a guisar —siempre en cantidades familiares— los platos preferidos de su marido: guisantes con chorizo, sopa de ajo y patatas guisadas con cebolla. Después hacía café, se servía una taza grande que siempre se dejaba enfriar y se sentaba a esperar en silencio, sin encender la radio para no enturbiarse con noticias de una época que no entendía y a la que no quería pertenecer. Cuando tenía suerte, se pasaba así todo el día, sin recordar nada del pasado, esperando, solo esperando. La esperanza de recuperar a su Joaquín la mantenía con vida.
El día que Aurora se marchó, las dos amigas daban cuenta de unos buñuelos que Rosario había comprado a la salida de misa en donde la Feli, cuando el recorte de periódico alzó la voz desde la superficie de la mesa, atrayendo hacia sí la atención de aquella inusual invitada, que alargó un brazo y lo levantó por una esquina, sin despegarlo del todo de la mesa, y lo leyó por encima.
—Se murió la Velarde —dijo—, ni me había enterado.
La demencia conservaba a doña Aurora envuelta en una belleza estoica de piel tersa y cabellos de un azabache que parecía inalterable, pero en aquel momento, tan pronto como oyó mencionar a la famosa escritora, se le arrugó la piel y le salieron por lo menos veinte canas de golpe, algo a lo que doña Rosario no pareció darle importancia.
—¿Te gustaba mucho? Digo, como guardaste el recorte…
—No, trae acá.
Aurora alargó el brazo, le quitó el recorte de las manos y lo dejó junto a la máquina de coser. Rosario estaba acostumbrada a las excentricidades de su amiga, y normalmente era bastante comprensiva, pero aquel pequeño gesto la desconcertó, y supo de inmediato que algo raro pasaba. Algo había de diferente en el ambiente, algo casi imperceptible, que sin embago ella captó enseguida, pero no conseguía ver lo que era. Aguzó el oído, pero no sintió nada, la casa seguía muda. Miró entonces la taza de café vacía, pero tampoco ahí halló ningún indicio. Y entonces lo vio. El vestido de flores que vestía Aurora tenía los cuellos planchados, y un pequeño broche en forma de ciervo brillaba de forma grosera sobre el pecho. Y ese olor. El mismo olor acre como a coles cocidas que se había asentado en su propia casa, provocándole náuseas, cada vez que un hijo suyo se había marchado de casa. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
—Aurora, ¿qué…?
—Rosario, te tienes que marchar. Ando algo apurada ahora.
—Pero si es domingo, ¿qué…?
Pero Aurora se había levantado como un resorte, había recorrido con una agilidad impropia de ella el metro y medio que las separaba de la entrada y antes de que Rosario acabase la frase ya le estaba sujetando la puerta para que saliese, dejando que el verano se colase dentro con una violencia cegadora.
—Gracias por los buñuelos —dijo—, le dices a la Feli que Dios le conserve esas manos de ángel que tiene.
Doña Rosario echó la silla un poco hacia atrás, pero dudó un segundo antes de levantarse, sosteniendo la mirada de su amiga. Sabía que no podía hacer nada, y quiso al menos retener aquella imagen, aquel olor que conocía tan bien. Cuando ya hubo fotocopiado mentalmente aquella estampa, apretó el bolso contra el pecho, se levantó y pasó junto a Aurora sin mirarla ni decir nada, tapándose los ojos con el brazo, internándose de nuevo en el verano.
Doña Aurora no se molestó en cerrar la puerta detrás de su amiga, sabía que no tenía mucho tiempo antes de que las sombras de la demencia volvieran a por ella y la transportasen de nuevo al tiempo al que pertenecía, así que tenía que darse prisa. Se acercó a la mesa de roble, se apoyó en la máquina de coser con una mano y cogió el recorte de periódico con la otra. La Velarde. Mariela Velarde, novelista y poetisa de larga trayectoria, alabada por muchos, envidiada por más aún, mujer de espíritu indomable y feminista hasta la médula, acabó por ser un cáncer de útero lo que se la llevó por delante. La Velarde se había convertido casi en emblema nacional. Pero no, no era por nada de eso que la noticia le había prendido el corazón. A Aurora las letras le interesaban más bien poco, lo suyo había sido siempre coser. Lo que a doña Aurora le interesaba de todo aquello era que la Velarde había dejado viudo a Indalecio González, el Mansito, como se le conocía en el pueblo, que se había marchado a la capital poco después de que ella se casara con Joaquín y había tenido la buena fortuna de ir a darse de bruces con aquella fémina que por entonces sólo escribía articulitos en Progreso, pero que con el tiempo acabaría por convertirse en quien era y sacarle a él de pobre. Que Indalecio se había casado lo supo porque, tan pronto como se dieron el sí quiero, la noticia barrió las calles del pueblo como la peste, entrando por puertas y ventanas y saliendo por bocas envilecidas. Dijo Doña Rosario que ella había sido la primera en enterarse, porque las flores de la casa de Indalecio se marchitaron todas de golpe, señal inequívoca de que nunca más allí pondría los pies. Indalecio. Aquel pobre diablo que todas las noches, cuando volvía de la biblioteca, pasaba por delante de la casa de la esquina, la de Aurora, y sembraba un crisantemo en el parterre de la ventana, del que nadie se hacía cargo y cuyo florecimiento acabó por despertar los más estrafalarios rumores. Indalecio. Aquel pardillo sin oficio ni beneficio que a golpe de rutina se había aprendido de memoria cada detalle de la calle Fuentes, cuyas descripciones de la misma servirían luego de inspiración para tantas historias de la Velarde, que jamás puso un pie en aquel pueblo.
El día que Aurora se marchó, doña Rosario esperó sentada en el único banco que había en la plazoleta junto al cementerio, al final de la calle. Quería cerciorarse. Sacó del bolso un pañuelo blanco y se secó el sudor de la frente. Luego lo guardó y sacó una bolsita de pipas y empezó a comérselas despacio, tirando las cáscaras por encima del hombro para que no se formara charco a sus pies y nadie pudiera tacharla de incívica. Mientras tanto, en su casa, Aurora dobló el recorte de periódico y lo escondió en el interior del bolso. Luego metió dos manzanas y el monedero, se aseguró de que llevaba los dos zapatos iguales mientras acariciaba el broche del pecho y echó una última ojeada a la estancia antes de salir y cerrar la puerta tras ella por última vez. No cogió las llaves, para qué. Era estúpido pensar que podría volver, como estúpido era pensar que alguna vez encontraría a Indalecio en aquel mar de rateros y oportunistas que con fe ciega creía que poblaban la capital. Doña Aurora nunca había creído en Dios, pero mientras recorría la calle Fuentes ese día rezó todo lo que sabía. Rezó para que la demencia no la largase en una cuneta antes de tiempo, para que no la dejase fuera de juego antes de encontrar a Indalecio y decirle lo que le tenía que decir.
—Después mal rayo me parta, los demonios me lleven. —Doña Aurora se paró en seco. —Lo juro por que me muera que sólo pido eso.
Luego se rio de su propia ocurrencia y continuó la marcha.
Atrincherada en su puesto, Doña Rosario la vio avanzar por la calle, la vio pararse en seco y reírse sola y pensó que se le habría pasado ya la arremetida de cordura y que quizás, desorientada y confusa, daría media vuelta y se volvería a casa. Pero no. Doña Rosario la vio luego reemprender el paso, la vio pararse frente a las puertas del camposanto y santiguarse tres o cuatro veces. La vio torcer a la derecha por el pasaje de los Custodios y dirigirse a la plaza. La vio pararse junto a la marquesina del autobús y esperar, haciendo alarde de un estoicismo marcial que le dio escalofríos. El sol aullaba fuerte desde el otro lado de la plaza, parecía que en cualquier momento se fuese a merendar el pueblo entero, derritiéndolo como un enorme helado de cemento. Tuvo que apartar la mirada para proteger sus retinas y parpadear cinco o seis veces hasta volver a recuperar el foco. Cuando volvió a mirar, el autobús de línea ya había llegado. Doña Rosario sólo alcanzó ya a ver la pierna derecha de doña Aurora desapareciendo en el interior de aquella tartana de color del fuego. La imaginó pagando el billete y sentándose del lado izquierdo, junto a la ventanilla. La imaginó abriendo el bolso y desdoblando el recorte de periódico sin sacarlo del todo, suspirando y doblándolo de nuevo con los ojos cerrados. La imaginó sacando una manzana del bolso y comiéndosela a mordiscos mientras el conductor se acababa su cigarrillo. Todo eso imaginó mientras el autobús arrancaba y se perdía a lo lejos, fundiéndose con el sol. Y le deseó suerte.
Y allí se quedó doña Rosario, impregnada de recuerdos vacuos, desapareciendo dentro de una memoria triste y cubierta de polvo. En aquel banco se quedó, invisible, como las viejas putas de la calle Magdalena a las que ya nadie mira, como no se mira a las cosas que han estado en el mismo sitio durante demasiado tiempo.
© Hugo Esteban