LAS FLORES QUE CRECEN EN EL BARRO

(prólogo)

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«Nosotros estamos a salvo», había dicho Germán.
¿A salvo de qué? Es la pregunta para la que trataba de buscar una respuesta mientras recorría las calles de Salamanca, horas después de una boda que contra toda lógica había elegido aquel escenario para reunirnos a todos, en lugar de celebrarse en Madrid, donde vivían los novios, y donde a todos nos habría resultado más fácil llegar.
Es comprensible, si lo piensas, ¿quién querría casarse en Madrid?
Además, los dos guardaban un cariño especial por aquella ciudad que los había visto crecer, aunque no hubiese sido al mismo tiempo. Supongo que ambos fantaseaban con la posibilidad de haberse conocido durante alguna noche de micro abierto en el Esperpento, y que su primera cita hubiese sido una sesión de spoken word en la Casa de las Conchas, y no un café apresurado en el Barbieri, después de que Teresa hubiese parado a Álvaro en la calle Ave María una tarde de agosto y lo hubiese arrastrado con ella hasta una de las mesas del fondo.
Así que ahí estábamos todos. Hasta las cejas de nostalgia.
Puta nostalgia, no sirve para nada.
A las ocho de la mañana ya todos se habían subido a dormir a sus habitaciones, pero yo aún tenía que recorrer los seis kilómetros que separaban el Complejo Santa Isabel de mi hotel en el centro. Decidí prescindir del taxi. Si lo que quería era reencontrarme con mis propios recuerdos, sería mejor hacerlo desde el mismo inicio.
¿Qué había querido decir Germán con eso de «Nosotros estamos a salvo»?
¿A salvo de qué?
Intenté concentrarme, pero la melodía de Freed from desire aún resonaba en mi cabeza. Los colores del amanecer emergían ya a través de las nubes, pequeñas masas esponjosas rosas y lilas moteando un amplio lienzo de un azul cada vez más claro. ¿Qué puede haber más hermoso que eso? Caminé junto a los tilos bordeando el Tormes hasta que llegué al puente de Enrique Estevan. Siempre me han impresionado las vistas desde ese punto de la ciudad. Las piedras de la Catedral iluminadas de fuego reflejadas en las aguas del Tormes. Es algo difícil de describir con palabras.
Algo majestuoso.

Podría haber cruzado directamente, pero me apoyé en la barandilla del puente y me entretuve unos minutos mirando hacia el embarcadero, intentando recordar la noche de la biblioteca. La noche en que le rompí el corazón a Aida. Era un amanecer parecido a este. Cuando Teresa se convirtió en mi lugar seguro.
Estuve buscando durante un rato, pero allí no quedaba nada de nosotros.
Ni rastro del reflejo de la Catedral iluminada en el agua, ni del reflejo de la Casa Lis, ni de la Casa Lis, ni de la Catedral iluminada. Ni rastro de la luz anaranjada de una farola que se derramaba sobre Teresa y sobre mí creando sombras sobre nuestros rostros.
Lo siguiente que hice, después de cruzar el puente, fue acercarme a la cruasantería París. Me alegré de que aún estuviera abierta. Pedí un café y un croissant de dos chocolates y me lo fui comiendo por la calle sin prestar demasiada atención a si me manchaba la ropa o no. La ropa, aquel traje verde pino de Hugo Boss que me había comprado días antes en una tienda de segunda mano en San Sebastián.
No pensaba volver a utilizarlo.
Supongo que en su día habría sido un traje bastante bueno y elegante, pero ahora estaba algo ajado, y la bragueta se me abría cada dos por tres. Aun así, me sentaba bien. Además, había ido a la peluquería y me había afeitado, así que tenía buen aspecto. O al menos todo el buen aspecto que se puede tener después de una noche de fiesta.
Parecía todo lo que no era.
¿A salvo de qué?
Caminé hasta la Plaza de Anaya y subí las escaleras de mi antigua facultad. Tantas veces las había subido corriendo cuando llegaba tarde por las mañanas. Pegué mi cuerpo a la puerta, la mejilla contra la madera oscura y el oído aguzado. Casi podía sentir a Unamuno al otro lado, mirándome impasible desde su puesto de mando y pensando: «Jorge Macarro, eres una calamidad». Debía de parecer un lunático, ahí plantado a las ocho de la mañana de un domingo, con los dedos sucios de chocolate y la cara aplastada contra la puerta de la facultad, pero no me importó.
Necesitaba una respuesta.
Volví a bajar las escaleras, giré por las Caballerizas y estuve callejeando hasta que llegué a la plaza de San Justo. Casi podía ver a Vera bebiendo de la petaca mientras hacíamos cola para entrar en el KYN.
Aquellos años, Salamanca y la universidad eran una misma cosa. Una promesa eterna, una burbuja que nos protegía de todo. Lo que fuera que la vida nos tuviese preparado para después no era más que algo intangible e inimaginable, una ficción que no nos molestábamos en anticipar.
Luego el Piper, el Pani, el Potemkim.
Qué raro verlos a plena luz del día.
Y qué raro fijarme por primera vez en esos balcones llenos de geranios por encima de aquellos bares.
Luego la calle Varillas y, por fin, la Plaza Mayor, que atravesé corriendo solo para llegar al número cuatro de la calle Prior. Miré hacia arriba. En mi cabeza, ninguna imagen. Ni rastro de las horas y horas tumbado en el sofá de Las Chicas, ni rastro de Adelaida volando por el salón ni de las fiestas que acababan cuando todo lo demás empezaba.
¿Quién viviría ahí ahora? ¿Me dejarían entrar un momento, aunque fuera solo para echar un vistazo? No lo veía muy factible.
Enfilé la calle Meléndez y me quedé mirando el escaparate de Víctor Jara. En mi cabeza, ninguna imagen. Ni rastro de Julio haciéndome bromas desde detrás del mostrador, ni rastro de los guantes naranjas de Aida ni de la postal de Pollock. Dudé por un momento. ¿Debería entrar y saludar a Julio, en caso de que todavía llevase él el negocio? ¿Qué probabilidad había de que se acordase de mí? En cualquier caso, recordé que era domingo y que por tanto la librería no abriría ese día.
No hizo falta decidir.
Después de eso pasé por delante del antiguo portal de Adrián en la calle Arapiles. En mi cabeza, ninguna imagen. Ni rastro de los espacios abigarrados, ni de los muebles escogidos sin orden ni concierto, ni de la piel de plátano encima de un montón de botellas de Coca-Cola vacías dentro de una papelera en la cocina ni de las manchas de pintura por las paredes.
Ni rastro de mi retrato en la esquina del salón.
Continué hasta la Torres Villarroel y la rodeé hasta la parte de atrás. En mi cabeza, ninguna imagen. Ni rastro del sol a través de la cristalera de la terraza, ni de la espalda sudada contra el respaldo de cuero negro del sillón, ni de las llaves del piso de mi hermano en el bolsillo, ni de la guitarra de Germán, ni de la voz de mi hermano al otro lado del teléfono ni de mamá me ha mandado a por hielo y luego nada.
Ahí era donde acababa todo, o donde había empezado todo.
¿O era al revés?
Entré en la cancha de baloncesto, me paré debajo del aro, saqué el paquete de Pall Mall y el mechero de plata con mis iniciales y me encendí un cigarrillo.
Desde ahí podía ver a McGregor, que seguía donde la había dejado aparcada. Tranquila, le dije, solo un día más.
Recibí entonces un mensaje de Nina. ¿Vendrás a la comida?, decía, hemos quedado a la una delante de los cines Van Dyck.
Nina, pensé, ojalá todo vuelva a la normalidad entre nosotros. Y ojalá pueda cumplir la promesa que te he hecho esta noche.
Me subí la bragueta y eché a andar de vuelta al hotel. ¿Para qué seguir? Estaba claro que Salamanca se había olvidado de mí. En cada piedra del Palacio de Anaya, en cada adoquín del suelo, en las ventanas de la biblioteca de Libreros, pensaba que todo el amor que alguna vez había sentido estaría ahí todavía, que la ciudad me lo tendría guardado para cuando quisiera venir a recogerlo.
Pero allí no había nada.
Y a decir verdad, aunque hubiese quedado algo de amor no habría podido recogerlo, porque mi corazón era poco más que una escombrera, arrasado como había quedado tras la deserción de Bruno.
Bruno, Bruno, Bruno.
El único que aún importaba.
Al resto, tarde o temprano, los había dejado de querer.
A Adrián le dejé de querer con el tiempo. Los rescoldos de lo que un día sentí por él se fueron apagando poco a poco, y supongo que el hecho de que no apareciera por el Yerma ninguna noche fue el choque de realidad que necesitaba. El adiós definitivo.
¿A Luca?
A Luca dejé de quererle aquella noche en el Penny. La noche que me declaré y me rechazó, el día de la última función de la obra. La noche que me rompió el corazón. Luego os contaré otra cosa distinta, pero lo cierto es que por la mañana me dio diarrea, y con ella cagué todo mi amor por él, que se fue por el desagüe. Así de fácil.
El dolor, eso sí, duró un poco más.
Y a Unai, bueno, quizás le dejé de querer antes incluso de dejarle a él.
O quizás es que nunca le quise.
A día de hoy, creo que ya no le guardo rencor a ninguno. Bueno, quizás un poco a Bruno.
Joder, Bruno, qué cobarde fuiste. Pero supongo que yo fui igual de cobarde, que los dos tenemos la misma culpa de que lo nuestro fracasara. O al menos eso me he obligado a creer, aunque en el fondo sé que al único a quien debería guardar rencor es a mí mismo.
Dicen que hay que saber hacer las paces con el pasado. Hacer sitio para las cosas nuevas.
El primer amor te deja cicatrices que son difíciles de borrar.
Y los otros también.
Cuando todas las cosas han cambiado de lugar, cuando miras alrededor y te cuesta reconocerte en el entorno, sabes que ha llegado el momento de hacer algo drástico.
Cantarle a alguien al oído, atreverte a amarte a ti mismo, correr hasta quedarte sin aliento, cortarte y beberte la sangre.
Cortar por lo sano.
Los pasos que damos hacia la libertad.
A veces, para poder volver, tienes que alejarte aún más.
Hace falta coraje.
Hace falta fuerza.
Hace falta tener fe.
De todo eso trata esta historia.
Ahora sólo me queda contarla.


© Hugo Esteban