«DEATH WITH DIGNITY»

(inédito)


En el sueño se ve a sí mismo atrapado en el interior de un cráter de hielo, rodeado de una muralla traslúcida que, sin saber que está soñando, le parece el interior de un vaso de cristal y piensa que se ha vuelto loco. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Intenta trepar, pero los pies le resbalan sobre aquellas paredes de hielo y, en cualquier caso, aunque consiguiese llegar a la cima, aún le quedaría el inabarcable espacio hasta el borde superior del vaso. Vaya, ¡jamás pensé que me vería en una parecida!, piensa. Intenta pedir ayuda, pero sus gritos se ven eclipsados por el sonido de dos objetos de vidrio entrechocando entre sí, en el mismo instante en que una cascada de un líquido ambarino —probablemente whisky— comienza a derramarse a su alrededor. El suelo se tambalea entonces bajo sus pies —es el efecto de flotación, piensa—, algo que de primeras lo desconcierta, pero que inmediatamente agradece, pues sabe que gracias a eso se mantendrá a salvo. Al menos de momento. Nota cómo el cubito sobre el que se encuentra se bambolea de forma rítmica arriba y abajo, e intenta decidir cuánto tiempo pasará hasta que se derrita del todo. ¿Cuánto tiempo me queda? De fondo suena una música que le resulta familiar. Agudiza el oído, conoce la canción: Death with dignity, un tema de Sufjan Stevens que sin embargo no recuerda haber escuchado recientemente. ¿Por qué aparece en su sueño? Después de eso se oye una risa de mujer. Lejana, como si estuviera al fondo de la sala. Seguramente es ella la que acaba de poner la música. Y por último una voz de hombre, que alzándose por encima de la música dice: «Querida, hoy va a ser una noche muy, muy especial».

*

Se despierta sobresaltado. Es domingo, y los domingos le gusta leer en la cama durante un rato antes de ponerse en marcha, pero el sueño lo ha dejado demasiado aturdido como para pensar en eso ahora. Se pasa el dorso de la mano por la frente y se limpia un velo de sudor frío. Cuando su respiración vuelve a un tempo normal, se da cuenta de que tiene una erección de caballo y siente la necesidad de masturbarse de manera furiosa. Piensa que su cuerpo le está brindando la oportunidad de resarcirse de esa horrible pesadilla, y no puede por menos que aceptar la invitación; de lo contrario, no podrá concentrarse en ninguna otra tarea durante el resto del día. Cuando termina —no le lleva más de tres o cuatro minutos—, estira el brazo y saca tres pañuelos de papel de la cajita con dispensador que guarda en el primer cajón de la mesilla. Lo hace sin mirar, y la precisión de sus movimientos recuerda a alguien que estuviese deshojando una margarita. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere. Después se limpia el abdomen de forma torpe y deja caer los pañuelos hechos un higo por el borde de la cama, que se estrellan contra el suelo haciendo un ruido sordo. Sobre la mesilla descansa el libro que sacó de la biblioteca hace tres días. Submarine. Un coming of age británico que le recomendó alguien del trabajo. Cuando por fin se decide a cogerlo aún tiene los dedos algo pegajosos, y se pregunta cuántos lectores antes que él habrán hecho algo parecido.

Después de leer durante diez minutos se levanta, prepara una cafetera italiana y se sienta en una de las butacas de mimbre de la terraza a seguir leyendo un rato más. Al otro lado del cierre acristalado luce un día inusualmente soleado, y se pregunta si a Javi le apetecerá que salgan a comer fuera. Luego pasea la vista por toda la terraza. Las cenizas de su madre están a la derecha, en una estantería de pino llena de libros amarilleados por el sol, y las cenizas de su padre a la izquierda, en una estantería de mimbre que ha pintado de blanco y en la que solo hay dos o tres plantas con girasoles, una de las cuales se está empezando a marchitar. Su hermana intentó convencerlo de que hicieran algo con las cenizas, tirarlas al río o algo así, pero él no quiso, porque siempre ha vivido con sus padres y cree que se le haría muy raro sentir que ya no están más en casa, así que los mantiene en la terraza. La estantería de mimbre en la que está su padre se la encontró en la calle junto a unos contenedores, y se le ocurre que quizás a él no le haría mucha gracia saberlo.

Llegados a este punto de la mañana suele atravesar el largo pasillo de casa hasta llegar al cuarto de Javi —que fue su cuarto hasta que se trasladó al que antes era el cuarto de sus padres—, y sube los cuatro escalones que separan la cama del suelo y se tumba a su lado para dormir una hora más. No está seguro de hasta qué punto Javi se siente cómodo cuando se mete con él en la cama, si bien la mayoría de las veces duerme tan profundamente que no se da cuenta de su presencia hasta que abre los ojos y lo ve roncando a su lado. Entonces suele darle unos golpecitos en el hombro para despertarlo y dice: «Vamos a comer».

Hoy, sin embargo, no le ha apetecido.

Desde que se sentó en la terraza se ha levantado ya tres veces. Dos para ir a buscar café y una para ir al baño. Está distraído. Aquel libro no le está gustando tanto como le habían prometido y se siente un poco decepcionado. En algún momento le empieza a picar el oído izquierdo y se mete el dedo meñique hasta el fondo, haciendo un poco de presión, y luego se sacude un poco la suciedad de la uña y pasa la página en la que lleva atascado diez minutos, aunque no la ha terminado de leer. Aguanta un rato más así, pero al final decide darse por vencido y acaba por cerrar el libro, recoger los calcetines del suelo —esos que no se ha quitado en tres días, pero que se ha quitado hoy para poner los pies sobre la otra butaca y poder sentir el aire fresco entre los dedos— y ponerlos hechos un gurruño sobre el libro, con la intención de dejarlo todo en su habitación antes de ir a despertar a Javi. Si miras el libro parece intacto, pero él sabe, como ahora lo sabemos nosotros, que en lo poco que va de día ha sido ya mancillado en multitud de formas distintas —también se le ha vertido un poco de café— , y se pregunta si no sería más honrado quedarse con esa copia y comprar una nueva para la biblioteca.

*

Subir al Monte Igueldo en funicular es algo así como ir montado en una lata gigante de Coca-Cola. Una lata gigante de Coca-Cola que se abre paso a través de un túnel verde hecho de árboles. Y después, arriba, el sol que solo se asoma a ráfagas —el día se ha nublado—, como dudando si darles o no su bendición, y el viento que se cuela por los resquicios de su ropa y le eriza un poco el vello sobre la piel. Aunque ya es primavera, aún se sienten los últimos coletazos del invierno.
Una balaustrada ocre rodea todo el mirador, y hay un banco verde de madera en el que se sientan los dos. Debajo más verde. El mismo túnel verde que ha atravesado hace un rato la lata gigante de Coca-Cola. Y ante ellos, las vistas de toda la bahía, imponente, con su ejército de barcos mirando a Santa Clara y el monte Urgull al fondo. Y detrás de la isla, el mar, infinito.

Javi y él comparten un litro de cerveza que mantienen escondido en una mochila mientras se comen un kebab que ya se les ha quedado frío. Javi lo hace despacio, recreándose en cada mordisco y en cada trago, y él se pregunta si también será esa su forma de proceder cuando está con una mujer en la cama, si lo hará todo con esa delicadeza. El silencio que comparten no es raro, es más, podría decirse que es apacible, e incluso algo necesario. Después de todo el fin de semana juntos no les queda mucho que contarse.

El kebab se acaba, y él decide tumbarse en el suelo para que Javi pueda tumbarse en el banco. Cuando cierra los ojos ve una mancha enorme de color naranja que va cambiando de intensidad —el sol ha vuelto a salir—, y que poco a poco lo va transportando hacia mundos donde la angustia no existe y los lunes son un elemento de ficción. Se oye el murmullo constante de la gente que los rodea, y alguien que cerca de ellos canta a la guitarra una canción de Los Planetas.

—¿En qué piensas? —dice, sin abrir los ojos.

—En la presentación que tengo que terminar de montar para mañana, ¿y tú?

—No pienses en eso. Es domingo, te prohíbo que pienses en eso.

—¿Y en qué quieres que piense? Es eso o acordarme de Rocío.

Rocío es la novia que Javi tiene en Francia. Él está seguro de que lo dejará en cuanto vaya a verla. Lo sabe por la forma en que se queda callada cuando Javi le dice que la echa de menos por Skype. Javi dice que es porque le cuesta expresar sus sentimientos, pero él está seguro de que su lugar en el corazón de esa chica ya ha sido ocupado por algún francés de ojos azules y pelo engominado que probablemente tenga mayor ímpetu sexual del que Javi podrá demostrar en toda su vida. En su cabeza, aquel francés —que ha bautizado como Antoine— la agarra del pelo mientras la penetra a cuatro patas y le dice al oído «mon amour». Se da cuenta entonces de que no le importaría nada ser ella. Piensa que, así las cosas, y en señal de amistad hacia Javi, no le importaría cambiarse con ella, liberándola así de ese conflicto tormentoso por el que sin duda debe estar pasando y devolviéndola de nuevo a los brazos de Javi.

—Te prohíbo que pienses en Rocío —dice.

—Bueno, pues entonces no pensaré en nada —dice Javi, rindiéndose—. ¿En qué piensas tú?

—En sexo.

—¿Qué?

—Sí, no sé. Siempre que cierro los ojos pienso en sexo. Me vienen a la cabeza imágenes de penes erectos y culos depilados. No lo puedo evitar. Aparecen como de la nada. A veces está guay que pase, pero a veces es una jodida maldición.

—¿Piensas en eso cuando te metes en la cama conmigo?

—Constantemente, ¿tú no?

—No, y tú tampoco.

Pero lo cierto es que sí que lo hace. Y lo que es peor, a veces lo incluye a él en esos pensamientos. Involuntariamente, claro. Lo imagina volviendo de Francia con el corazón roto, después de que Rocío lo haya dejado por Antoine. Se pregunta si llorará mucho. Está seguro de que un poco sí que llorará, al menos durante dos o tres días. Piensa en cómo sería si una de esas veces en que se ponga a llorar en la cama él se tumbase a su lado y lo abrazase hasta que se quedase dormido. Se imagina luego pegando su cuerpo al suyo, besándole en el cuello y metiéndole la mano por dentro de los calzoncillos. Luego reevalúa la situación y se acuerda de que a Javi no le gusta mucho que lo toquen, y que lo suele apartar enseguida cuando intenta darle un abrazo, así que, pensándolo bien, es probable que tampoco le haga mucha gracia que otro hombre le meta mano mientras duerme. 

A lo mejor ese tipo de pensamientos no son tan involuntarios, al fin y al cabo.

El sonido de unos pasos por detrás de ellos deja ese conflicto en suspenso. La mancha naranja delante de sus ojos desaparece.

—¿Ya habéis elegido fecha para la boda?

La voz de Mai, una de esas voces átonas y un poco varoniles. Abre los ojos para encontrarse un plano nadir de sus piernas interminables y su torso eclipsando el sol. Su pelo negro recogido en una coleta y unas Converse burdeos, iguales a las que llevan Javi y él. Llega con tres vasitos de cartón con café, que deja cuidadosamente en el suelo mientras se sienta a su lado y se enciende un cigarrillo en silencio. Se fija en que los dos llevan pitillos y una sudadera negra.

—No, en serio, ¿por qué os vestís igual? —dice.

Los observa a los dos, y él observa cómo ella los observa. Piensa que tiene suerte de tenerlos en su vida. Mai es su amiga desde que empezaron el instituto, y probablemente sea la persona que mejor lo conozca. Está seguro de que también le gusta Javi. Un momento, ¿me gusta Javi?, piensa. Bueno, en cualquier caso, está claro que si ella no hace nada es porque sabe que, mientras exista Rocío, esa batalla está perdida de antemano.
No tiene dudas de que a Mai le caería muy bien Antoine.

A veces imagina con ella escenas parecidas a las que imagina con Javi, pero en este caso es siempre ella la que se abalanza sobre él y le agarra la mano y se la pone entre las piernas para que la masturbe, pero como no sabe qué hacer, se limita a hacer movimientos circulares sobre el clítoris hasta que ella se corre. O hasta que finge correrse.

Javier y Maialen son dos nombres que tienen las mismas vocales, y se pregunta si no influirá eso en la triangularidad de su relación. Se le ocurren varias películas que versan sobre relaciones triangulares: Soñadores, de Bertolucci, Los amores imaginarios, de Xavier Dolan, o Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen. Imagina la escena: Javi y Mai besándole cada uno un lado de la cara y disputándose a tientas su entrepierna.

Luego vuelve a pensar en las películas. No se le ocurre un solo personaje que no sea un poco emocionalmente inestable.

Un poco es un eufemismo.
Desestima la idea del trío.

—Bueno, ¿qué tal estás? —pregunta.

—Mal —dice Mai— ¿y vosotros?

—Fatal.

—Siempre está bien saber que estamos en la misma onda —dice—. Os he traído café.

Pasan el resto de la tarde hablando de los festivales a los que quieren ir en verano. Javi y Mai han reservado hotel en Barcelona para ir al Primavera Sound. No han contado con él porque saben que anda mal de dinero y que de todas formas no le gusta el cartel de este año. A él eso no le molesta, pero se le hace un poco raro que hagan ese tipo de planes juntos. No sabe en qué momento se han hecho tan amigos, en qué momento se ha vuelto innecesaria su presencia como nexo entre ellos.

Más tarde, mientras bajan caminando de vuelta hacia el centro, le asalta una imagen un tanto perturbadora. Se imagina lanzando a Mai por la barandilla, despeñándola por la ladera. La ve abajo, tendida sobre las rocas con el cráneo roto mientras Javi y él siguen caminando hacia casa como si nada. Sabe que Mai se enfadaría si se lo contase, que lo interpretaría como que él la considera un lastre en su vida o algo así. Pero no es eso. Lo cierto es que ese tipo de pensamientos le atacan con frecuencia. A menudo se imagina que apuñala a Javi con el cuchillo del queso, o que le da un sartenazo en la cabeza a su hermana, o que le prende fuego a la casa. Su repertorio de homicidios imaginarios no tiene límites. Lo ha comentado con su psicóloga, y ella le ha dicho que eso se llama pensamientos intrusivos, y que es normal mientras no se obsesione con ellos y los intente controlar porque entonces podría desarrollar un TOC. Le ha dicho que la mayoría de la gente tiene ese tipo de pensamientos de vez en cuando, y la verdad, le asusta un poco pensar que eso sea así. Se pregunta si todas esas visiones sexuales que tiene con sus dos amigos también podrían considerarse pensamientos intrusivos, aunque sospecha que no, porque los verdaderos pensamientos intrusivos son como un flashazo que tal como viene se va, mientras que las otras son escenas elaboradas en las que normalmente se recrea durante algunos segundos, en ocasiones durante más tiempo del que le gustaría reconocer.

A veces es él quien piensa que va a palmarla pronto. De la manera menos prevista, y de forma inminente. Piensa que se le va a caer una cornisa en la cabeza cuando vaya andando por la calle, o que se va a descolgar el ascensor o que se va a caer el edificio donde vive mientras duerme. No sabe por qué piensa esas cosas, pero supone que también son pensamientos intrusivos. Su psicóloga le ha dicho que en todas esas situaciones hay siempre algún elemento de derrumbe, y que quizás esté relacionado con su necesidad de controlar todo lo que pasa a su alrededor para no sentir que su mundo se desmorona. Cuando piensa estas cosas se le ocurre que, si la palmase, como no tiene pareja ni hijos, el piso pasaría a ser entero de su hermana, y se pregunta si no debería hacer testamento y dejarle su parte del piso a Javi. Luego le parece que está siendo paranoico y se le pasa.

*

Esa noche siente una inmensa tristeza. Una tristeza pesada como una mala digestión cuyo origen no es capaz de identificar. Javi se ha encerrado en su cuarto para hablar con Rocío y él se ha quedado en la cocina sirviéndose una copa de vino. Luego, en el salón, apaga la luz de techo, enciende las luces de pie y se deja caer en el sofá, pero la tristeza no se va, parece impregnada en todo lo que le rodea. Se plantea encender la televisión, pero teme que solo irradie más tristeza. Luego sale a la terraza, que yace iluminada de forma tenue por la luz anaranjada de una farola, y cambia de sitio las cenizas de sus padres. Piensa que a su madre no le importaría tanto descansar en una estantería que ha venido de la calle, así que pone sus cenizas donde hasta ese momento estaban las de su padre y las de su padre donde hasta ese momento estaban las de su madre. Cuando termina, se da cuenta de que Javi está apoyado en el quicio de la puerta, observándole.

—¿Qué haces?

No se le ocurre una forma racional de explicar lo que está haciendo, así que opta por obviar la pregunta. Por su cara, sabe que la llamada con Rocío no ha ido como esperaba.

—¿Te apetece un old fashioned? —le dice a Javi—. He aprendido a prepararlos.
Su amigo enarca una ceja.

—¿Cuántos capítulos de Mad Men has visto esta semana? —pregunta, y en su rostro se perfila una sonrisa sardónica, cuya única finalidad es la de enmascarar sus verdaderos sentimientos.
Se pregunta cuál de los dos está más triste en ese momento, si Javi o él.

—Dos o tres —dice. Siete, piensa.
Javi se acerca un poco a él y lo olfatea de manera afectada.

—Deberías darte una ducha, Donald Draper.

Desde esa distancia, los rasgos de Javi se desdibujan y siente que estuviese mirando a un desconocido, como cuando repites una palabra muchas veces seguidas. Javijavijavijavijavijavijavi. Si lo mira durante mucho tiempo a la cara deja de parecerle atractivo, y su boca se le antoja algo vulgar y poco apetitoso. Entonces se avergüenza de sus pensamientos intrusivos. ¿Estoy empezando a obsesionarme?

—Vale —dice—, pero, ¿por qué no pides unas pizzas mientras yo me ducho?

Decide llenar la bañera y darse un baño, porque sabe que pasará bastante tiempo hasta que Javi se decida a coger el teléfono para encargar la cena. Siempre tarda mucho en hacer todo. Le pone el tapón a la bañera y abre el agua caliente al máximo. Mientras se llena, pone el móvil a cargar y lo deja sobre el mueble del lavabo, con la canción de Sufjan Stevens, la del sueño de esa mañana, sonando por los altavoces. Lleva todo el día con ella en la cabeza y necesita escucharla, siempre es así. Después se desnuda y se mete en el agua. What is that song you sing for the dead, what is that song you sing for the dead. De repente el móvil empieza a vibrar. Está seguro de que no son más que mensajes del grupo de la universidad, ese en el que no escribe nunca, o del grupo del Erasmus, ese en el que tampoco escribe nunca, o del grupo de la familia, ese en el que la única que escribe es su hermana, porque sus padres están muertos y ella es lo suficientemente idiota —el calificativo es cosa suya— como para seguir hablando con él por ahí, en lugar de escribirle por privado. Quiere eliminar el grupo, pero teme que su hermana tenga la esperanza secreta de que sus padres puedan leer lo que escriben por ahí o algo así, y que le monte un gran escándalo si lo hace, así que hasta ahora lo ha dejado estar.

Se da cuenta entonces de que está llorando sin espasmos, de una forma calma y metódica. No sabe cuándo ha empezado ni por qué, pero el móvil sigue vibrando, y lo que está claro es que tanto ruido le está arruinando el momento, interrumpiendo la canción constantemente. Toquetea el cable del cargador con el pie, intentando hacer pinza entre los dedos. El móvil vibra una vez más, y sin querer lo empuja y lo desplaza por la superficie de granito, desde donde se precipita al vacío, atravesando la superficie del agua de forma casi dolorosa. La voz de Sufjan se apaga y, por un momento, siente todo el peso de aquella canción rodeándole, traspasándole la piel.

Durante unos minutos todo permanece en calma. Una calma cristalina y hermosa. Luego Javi da unos golpecitos en la puerta del baño y le pregunta desde el otro lado de qué quiere la pizza. Espera unos segundos y toca de nuevo, esta vez un poco más fuerte. Esa noche Javi tiene ganas de hablar. Quizás sea algo inusual en él, pero lo cierto es que, más que ganas, podría decirse que tiene la necesidad de hablar. Necesita hablar de muchas cosas: de Rocío, de Mai y hasta de sí mismo. Quiere hablar de todo eso con él porque sabe que él siempre está dispuesto a escucharle y que, aunque luego no se le dé bien aplicárselos, suele dar buenos consejos. Por eso insiste en ese asunto de la pizza, porque quiere, quizás egoístamente, que esté de buen humor para él. Incluso está dispuesto a tragarse un capítulo de Mad Men y a beberse uno de esos old fashioned con los que últimamente se ha puesto tan pesado, aunque ni siquiera le guste el whisky. Por eso insiste, por eso toca con los nudillos una tercera vez. Pero nada. Lo único que traspasa aquella puerta es un silencio húmedo. Se pregunta entonces si es que se habrá enfadado, si se habrá tomado mal su broma sobre el olor corporal, y si no tendrá que dejar para otro momento el desahogo de todas esas tribulaciones que últimamente no lo dejan dormir.


© Hugo Esteban