UNA HISTORIA DE AMOR CONTEMPÓRANEA EN DEMASIADOS ACTOS
(inédito)
1
Está sentado en un rincón, liando un cigarrillo, concentrado. Lo hace de manera lenta y a Leonard se le ocurre que quizás esté intentando rellenar el mayor espacio de tiempo posible con aquella actividad para no tener que enfrentarse a las miradas del resto, para no tener que fingir que no le importa estar ahí sentado solo, sin nada que hacer ni nadie con quien hablar. Al menos eso es lo que él haría, lo que el pensaría, y lo acaba de proyectar sobre ese desconocido en el que hasta ahora no se había fijado.
Sus amigas han bajado a buscar un estanco que todavía esté abierto. Después llamarán un Uber y se irán todos juntos a otra fiesta. Él les ha dicho que vayan tirando, que necesita ir al baño primero, que luego baja, pero no es verdad. Si se ha quedado es por él. Lo ha visto mientras sus amigas se terminaban de un trago la última copa. ¿Cómo no se había fijado antes? Lo observa encenderse el cigarrillo con un mechero rojo, sacar el móvil y soltar el humo por la nariz mientras hace scroll a toda velocidad.
Junto a él descansa un botellín de cerveza a la mitad, sobre una mesa llena de latas aplastadas y vasos de plástico con hielos medio derretidos. A su alrededor, las conversaciones de la gente se mezclan en un murmullo uniforme e ininteligible. Las lámparas de techo están apagadas, y las únicas luces que iluminan la estancia provienen de ristras de bombillas extendidas de pared a pared, mecidas por el viento que entra desde la terraza, proyectando pequeñas sombras que bailan al ritmo de un tema de Bad Gyal.
El chico no despega la vista de la pantalla, ¿qué hace ahí solo? Cada vez está más convencido de que se siente incómodo, que preferiría no estar ahí, que preferiría hacerse invisible. Además, a su lado hay varias sillas vacías, ¿por qué no las ocupa nadie?, ¿nadie quiere sentarse a su lado? La mayoría de las personas de la fiesta le son desconocidas, no lleva tanto tiempo en España, pero se le ocurre que a lo mejor el resto de la gente sí que se conocen entre sí, y que quizás sepan que a ese tío es mejor dejarlo solo.
En cualquier caso, lo que hayan decidido los demás es cosa suya. Para él eso no significa nada. Leonard no funciona así, a él le gusta formarse su propia opinión de las cosas, evaluar el peligro siguiendo su propio criterio. Leonard está dispuesto a decidir por sí mismo si vale la pena o no.
Como si le hubiera leído el pensamiento y sin dejar de mirar la pantalla, el chico echa una mano por detrás de la espalda y tira de la capucha de la sudadera para ponérsela, como si quisiera así disuadirle de sus intenciones, como si quisiera mantener entre ellos el estatus de desconocidos.
Leonard duda si acercarse o no, pero al final lo hace. Si no, ¿para qué se ha quedado? No le gusta andarse con tonterías.
Además, tampoco es que tenga nada que perder.
¿Me puedo sentar?, dice.
El chico levanta la cabeza hacia él.
¿Qué?
Se da cuenta de que hasta entonces no le había visto bien la cara. Tiene los ojos grandes, oscuros, y una cicatriz que le atraviesa la mejilla derecha por debajo del párpado. Debió de estar a punto de perder el ojo, piensa. A pesar de eso, a pesar del semblante serio y de la barba de varias semanas, su mirada no es hosca. Es más, diría que hay algo huidizo, un intento ahogado de aparentar algo que no es, de defenderse sin conseguirlo, de poner una barrera que se desmorona al instante.
Si me puedo sentar, repite Leonard.
Ah, sí, responde el chico. Luego bloquea la pantalla del móvil y se lo guarda otra vez en el bolsillo. Estaban ahí mis amigas, dice, pero han ido al baño. Ya se buscarán otro sitio si vuelven.
Leonard arrastra la silla que tiene más cerca y se sienta de frente al chico con las manos sobre las rodillas, observándolo.
Pensaba que estabas solo, dice.
Ya.
¿Cómo?
Que no, que no estoy solo.
Ah, vale, dice Leonard. ¿Cómo te llamas?
Marcos.
Leonard asiente lentamente, como si estuviera procesando la información.
Me gusta Marcos, dice, suena bien.
Marcos lo mira en silencio, con cierto desinterés, o eso le parece a Leonard, que piensa que quizás no le haya entendido. Le da entonces una última calada al cigarrillo y lo deja caer dentro de uno los vasos que hay a su lado, apagándose de manera brusca al contacto con el líquido del fondo.
¿Cómo te llamas tú?
Leonard, perdona, dice. Luego estira la mano hacia Marcos y este se la estrecha. El contacto rugoso de los dedos de Marcos sobre su piel lo hace estremecerse, pero lo disimula bien, Leonard sabe cómo mantener sus emociones a raya. Luego saca un paquete de tabaco del bolsillo de los vaqueros y se lo tiende a Marcos.
¿Quieres uno?
Gracias, dice Marcos, cogiendo el cigarrillo que sobresale. ¿De dónde eres?
Leonard sonríe.
Siempre la misma pregunta, dice.
Saca otro cigarrillo, se lo pone entre los labios y se lo enciende. Luego le enciende el suyo a Marcos.
Perdona, es solo que tu forma de pronunciar me ha llamado la atención.
No pasa nada, estoy acostumbrado. Cuando notáis un acento raro…
Tampoco pasa nada por preguntar, ¿no? Quiero decir que no es nada ofensivo.
No es ofensivo, pero me parece es un poco agresivo, preguntar por el lugar de origen lo primero. ¿No te parecería raro si te lo pregunto yo a ti? Eh, Marcos, tío desconocido, de dónde eres, me interesa muchísimo saberlo para poder empezar clasificarte. No sé, es raro, como recordarle a la gente que sabemos que son de fuera.
Marcos lo observa fijamente, ahora con interés.
Es una teoría original, dice.
Leonard se encoge de hombros.
Es la realidad.
Bueno, vale, dice Marcos, y durante un par de segundos los dos se quedan callados, fumando en silencio. A su alrededor, los altavoces han dado paso al acid jazz, y ahora Marcos se siente un poco más relajado. ¿De dónde ha salido este tío?, piensa.
Soy de Croacia, dice finalmente Leonard.
Marcos lo mira, quiere saber si está enfadado, pero le parece que con tipos como él es difícil saberlo. Su semblante es serio, inexpresivo, carente de emoción. Hasta ahora, su única sonrisa ha sido un acto de defensa, y no le ha parecido que debajo de aquella barrera hubiera un trasfondo demasiado amigable. Al final, se da por vencido y dice:
Nunca he estado en Croacia. ¿Es bonito?
Mucho. Te gustaría. Tiene islas y playas súper preciosas.
Marcos asiente. Le parece tierna la forma de hablar de su nuevo amigo, salpicada de pequeños errores gramaticales, pero se lo guarda para él. No quiere corregirle, ya siente que ha metido la pata antes y no quiere volver a hacerlo.
A Leonard le vibra el teléfono en el bolsillo, pero decide ignorarlo.
¿No tardan mucho tus amigas?, pregunta. Las que estaban aquí antes.
Por un momento valora la posibilidad de que las amigas de Marcos se hayan ido sin decirle nada, que lo hayan dejado solo. Sería una situación muy de película, porque entonces le ofrecería ir con él a tomar algo a otro sitio, les escribiría a sus amigas y les diría que ha habido un cambio de planes, que se vayan sin él, que ya les contará. Pero entonces Marcos señala con el cigarrillo en dirección a la cocina, por detrás de Leonard.
Son esas de ahí. Pero no van a venir, dice, porque estás tú.
Leonard se gira para mirar en la dirección en la que señala Marcos. Enseguida identifica, entre la multitud, a quiénes se refiere. Son tres, y hacen como que están hablando de otra cosa mientras beben latas de cerveza y les dedican miradas furtivas.
Si quieres me voy, dice Leonard. No quería molestar.
No me molestas, dice Marcos. Siempre hacen lo mismo cuando me ven hablando con un chico. Se ponen como adolescentes, cuchicheando y mirando de manera poco disimulada, soltando risitas, esas cosas.
Leonard se gira otra vez y las saluda con la mano. Ellas se dan la vuelta de golpe, dándoles la espalda, y estallan en una sonora carcajada.
¿Ves?
Leonard sonríe, esta vez de manera genuina.
Parecen simpáticas, dice.
Marcos también sonríe, y en esa sonrisa de dientes grandes y algo amarillentos Leonard es capaz de ver que algo ha cambiado entre ellos, que ya no son dos simples desconocidos, que ahora hay algo que los une, algo que acaba de nacer y que repta lentamente hacia los dos, sin saber todavía que ese algo no va a durar mucho, que lo acabarán matando, que sucumbirá a la inanición a la que lo someterán durante las próximas semanas, que acabará desapareciendo sin dejar rastro, sin que nadie sepa nunca que existió.
A Leonard le vuelve a vibrar el móvil en el bolsillo. No quiere ser maleducado con Marcos, no quiere estropear el momento, pero sabe que tiene que responder.
«¿Qué haces? Te estamos esperando abajo.»
Ahora voy, teclea velozmente. Luego vuelve a guardarse el móvil.
Perdona, dice.
No pasa nada, dice Marcos. Oye, voy al baño, ¿vale? Y a ver qué quieren hacer mis amigas.
Claro.
Marcos se levanta de la silla y se pierde entre la gente. Es alto, piensa Leonard, y corpulento. Sentado no lo parecía, quizás sea igual de alto que él, y desde luego tiene más cuerpo.
El móvil vuelve a vibrar:
«El Uber llega en dos minutos.»
Sabe que se tiene que ir, ya se ha excedido demasiado. Mira alrededor, le gustaría despedirse de Marcos, pero no lo ve. Tendría que haberle pedido el número, preguntarle si tenía Instagram, algo, pero no ha visto el momento. No le ha parecido que estuviera muy por la labor. Pero esa sonrisa… y la forma en que lo ha mirado mientras sonreía. Está seguro de que ahí había algo, de que su intuición no le ha jugado una mala pasada.
El móvil otra vez:
«Baja yaaaaa»
Vuelve a buscarlo, pero no lo ve. Bueno, piensa, si el destino quiere, ya nos encontraremos, vivimos en el siglo veintiuno, no debe de ser tan difícil. Luego se pone una cazadora vaquera, coge una botella de ginebra medio vacía que encuentra debajo de una silla y sale de aquel piso sin que nadie le preste atención.
2
Sobre la mesa del salón, montones de pintauñas de diferentes colores se arremolinan alrededor del ordenador de Elena. A Marcos le gusta el negro. Sabe que es muy básico, pero no se atreve a usar otro color. Sentado en el sofá, con la espalda apoyada en un cojín enorme de plumas y los dedos muy separados para que no se le estropee la pintura antes de que se seque, prueba a escribir «Leonard» en el buscador de Instagram, pero le salen miles de resultados, todos de chicos españoles o italianos que se llaman Leonardo. Ya podría tener un nombre más balcánico, piensa. Goran, Matija, algo así. Al final, se decide por lo más práctico: preguntarle a Elena en cuanto atraviesa la puerta de casa.
¿El croata?, dice; el pelo rubio y liso atrapado bajo el asa de una tote bag de los Stones que deja de manera descuidada sobre el sofá, al lado de Marcos. Es el compañero de piso de Nerea, creo, ¿sabes quién? La chica esta pelirroja que trabaja en Spotify.
Luego se sienta a su lado, le coge una de las manos y le da un tirón para que se incorpore.
Anda, trae, apoya aquí, dice. Si no te pones el top coat te van a durar menos de dos días.
Marcos sabe quién es Nerea, ha coincidido con ella en alguna fiesta, y alguna vez han hablado un poco, pero nada más, no la conoce tanto como para tenerla en redes. Sin embargo, sabe que es amiga de Silvia, una de esas amigas de amigas con la que sí que ha coincidido más veces y a la que empezó a seguir en Instagram hace poco. Decidido a acabar de una vez con este asunto, y mientras Elena termina sus uñas, entra en el perfil de Silvia y busca a Nerea en la lista de seguidores. La encuentra rápido. Solo hay dos Nereas y una de ellas tiene cara de estar ya jubilada. La otra, piensa. Entra en su perfil y empieza a buscar a Leonard. Escribe «Leonard» y nada. Luego escribe «Leo» y nada. Al final, decide revisar la lista de seguidores uno por uno. Por suerte Nerea no es tan popular, no le llevará tanto tiempo. Solo espera que el tal Leonard tenga puesta una foto suya, que no sea una de esas personas que se ponen una foto de perfil en blanco; o peor, algún meme. Pero no, tiene suerte: Leonard tiene puesta una foto suya. Muy reconocible, además. Las facciones angulosas, los labios finos, la nariz un poco aplastada y los ojos eternamente entornados, como escrutándolo todo, desconfiados.
Marcos se pasa los siguientes diez minutos buceando en el perfil de Leonard. Tiene algunas fotos con un perro, aunque no las suficientes como para pensar que sea superro. En cualquier caso, está claro que le gustan los animales. Punto a su favor. Sigue bajando, en general no hay muchas fotos, y en la mayoría no sale él, lo cual es otro punto a su favor, está harto de todos esos chicos narcisistas cuya visión del mundo se reduce a sus propias caras. Cientos de fotos de la misma cara, variando solamente el ángulo.
Y a veces ni siquiera eso.
El círculo de los stories está activo, y Marcos se pregunta si será una de esas personas que dan más información sobre sí mismos en stories que en el feed—casi todo el mundo, últimamente—, si habrá compartido alguna foto de la fiesta del día anterior, si habrá puesto algo que le indique dónde está en ese preciso momento. Quiere saber lo que ha publicado, siente que necesitasaberlo, pero no quiere entrar, no quiere dejar su huella, no quiere que Leonard sepa que ha estado ahí. No quiere que piense que tiene más interés del que en realidad tiene, que crea que lo ha buscado a propósito, que se ha preocupado de preguntar por él, de buscar la forma de llegar hasta él. Pero, ¿no es exactamente eso lo que ha hecho?, se pregunta. Sí, pero él no tiene por qué saberlo. Nadie entendería tanto interés, solo cruzaron un par de frases, una conversación mundana, banal, insustancial. Nada a lo que aferrarse. Leonard se acercó a hablar con él como podría haberse acercado a hablar con cualquier otra persona, y luego desapareció.
Se largó sin despedirse, sin más.
Esto ya está, dice Elena cerrando el frasquito transparente. Ahora deja el móvil y no toques nada hasta que se seque. Aguanta cinco minutos antes de tocarte con las fotos del tío ese. Yo me voy a lavar el pelo.
Marcos cierra la aplicación, bloquea la pantalla con cuidado y deja el móvil sobre la mesa. ¿Qué hay de malo en darle a seguir?, se pregunta. ¿Qué más da si piensa que tengo interés, que lo he buscado?
Le da vueltas a lo que podría decirle en un primer mensaje. Quizás un simple «hola». O quizás un «hola, ayer desapareciste». No, eso sonaría recriminatorio. Sonaría al típico mensaje neurótico que le habría mandado Iván. Quizás podría decirle que lo he visto etiquetado en un story de otra persona y que por eso he llegado a su perfil. No, fuera justificaciones. ¿Por qué no ir al grano? Decirle sin rodeos: Me gustó conocerte, ¿te apetece tomar algo? Sí, eso es lo mejor, piensa. Sin juegos, sin vergüenza.
Marcos vuelve a coger el móvil, vuelve a entrar en el perfil de Leonard, está a punto de darle a seguir cuando una notificación de WhatsApp atraviesa la pantalla.
«Ya han pasado dos semanas. ¿Podemos hablar?»
Iván.
Entonces cierra los ojos, suspira, se aprieta el móvil contra el pecho. Luego decide enfrentarse a la realidad. Vuelve al móvil, cierra Instagram, abre el mensaje de Iván y teclea rápidamente.
«¿Mañana a las cuatro? ¿En el Cafelito?»
Cuando se mira los dedos, el esmalte de uñas se le ha estropeado formando surcos, como cráteres sobre la superficie de la luna.
3
Pero, ¿cómo se llama?, dice Nerea.
Leonard se encoge de hombros. En el extremo de la mesa descansa un brik de zumo, demasiado cerca del borde; los restos de pulpa de naranja, todavía húmeda, pegada a las paredes de un vaso ya vacío delante de él. Aparte de eso, la cocina está impecable. Siempre lo está. Si Leonard deja algo fuera de sitio por la noche Nerea lo recoge por la mañana. Nunca sale de casa sin asegurarse de que la cocina esté a punto. Dice que es el lugar más importante de la casa, y que por eso siempre tiene que estar limpia. Leonard no está de acuerdo. Para él, una cocina desordenada es sinónimo de vida; el exceso de pulcritud le parece una demanda propia de revista, algo estúpido y artificial, una pose.
No sé, dice Leonard, no me recuerdo. Empezaba con M, creo.
Nerea vierte el agua hirviendo del kettle en una taza blanca en la que ha metido una bolsita de té de jengibre y se sienta al lado de Leonard; la melena rizada y pelirroja cayéndole sobre la piel lechosa de los hombros y los ojos aún entrecerrados de sueño, hinchados, como la cara, señal de haber dormido más horas de la cuenta.
¿Manu?
No, Manu no. ¿Quién es Manu?
El novio de Silvia. Uno rubio con cara de nerd.
Leonard niega con la cabeza.
No, no parecía novio de ninguna chica. Además, te dicho era moreno.
Nerea se queda pensativa, la taza humeante entre las manos y la mirada perdida sobre los ojos entornados de Leonard, que la escrutan expectante, apremiándola a que le dé la respuesta que quiere escuchar. A sus pies, Thor, que acaba de hacer aparición, no deja de dar vueltas alrededor de la mesa, maullando, reclamando la atención que se merece, pero ninguno de los dos le hace caso.
¿Marcos?
La cara de Leonard se ilumina.
¡Sí! Eso es, Marcos. ¿Lo conoces?
Nerea responde con un gesto de indiferencia.
Lo conozco de vista, dice, pero no creo haber hablado nunca con él. Es amigo de Elena. Fue ella la que lo empezó a traer, cuando empezaron a vivir juntos, pero no sé de qué se conocen. De todas formas, me suena que tenía novio.
Ah, vale.
Leonard extiende el brazo hacia la derecha y agarra el brik de zumo, se sirve un segundo vaso hasta arriba y se lo lleva a los labios. Luego se limpia la boca con el dorso de la mano. Por la ventana entra una luz mortecina que apenas ilumina la estancia, proyectando una suave sombra sobre sus perfiles cadavéricos, ambos con los pómulos marcados, como si llevaran meses siguiendo la misma dieta estricta.
¿Crees que llueve hoy?, dice Leonard.
Oye, pero que no estoy segura, ¿eh?, insiste Nerea, que no quiere cerrar el tema de esa manera. Conoce a Leonard mejor de lo que él se piensa, y es capaz de intuir lo que le está pasando en ese momento por la cabeza.
Si quieres le pregunto a Silvia, dice, a lo mejor ella sabe.
Leonard se termina el zumo, se levanta y deja el vaso vacío en el fregadero.
No, da igual, dice negando con la cabeza. Tampoco no me pareció que estaba muy interesado en hablar.
4
Dos semanas después. Elena y Marcos van en un taxi camino de La Riviera. Es el cumpleaños de Silvia, que ha invitado a Elena, que le ha dicho a Marcos que vaya con ella. A él el plan le apetece poco, casi nada, pero ha accedido bajo el chantaje de Elena, que lo ha amenazado con cambiar las contraseñas de todas las plataformas de streaming que lleva años compartiendo con él de manera —en teoría— desinteresada.
¿Estás segura de que a Silvia no le importa que vaya?
Claro que no, no seas tonto. Además, va a haber un montón de gente, lo mismo ni se da cuenta de que estamos ahí.
Marcos se queda en silencio. Entonces para qué vamos, quiere decir, pero no lo dice, la mirada perdida sobre los árboles que pasan por delante de la ventanilla a toda velocidad.
Podríamos haber cogido el autobús, dice finalmente.
Marcos, yo no cojo el autobús.
Después, otro silencio.
¿Crees que estará Leonard?
Elena enarca las cejas y se gira hacia Marcos, pero este no despega los ojos del cristal.
Es posible, dice. Pero pensaba que ya no tenías interés en él. Además, ¿qué pasa con Iván?
Iván y yo somos historia.
Eso dices cada vez que os peleáis.
Marcos se gira entonces hacia ella.
Elena, Iván es un maltratador psicológico. Me ha costado meses de terapia darme cuenta. No vamos a volver, ya no siento nada por él.
¿Y por qué quedaste con él el otro día?
Marcos deja escapar un profundo suspiro antes de responder.
Necesitaba convencerme.
¿Y funcionó?
Sí.
¿Seguro que no vas a volver con él?
El taxi para entonces enfrente de la sala, justo delante del Burger King, dejando así la pregunta de Elena en el aire. Cuando entran, después de quince minutos de cola, encuentran a Silvia al fondo, a la derecha del escenario. Al principio parece que solo hay unas seis o siete personas, haciendo un círculo en torno a ella, pero luego se dan cuenta de que toda la gente que está alrededor también forma parte del mismo grupo, también han sido invitados al cumpleaños, aunque es probable que muchos de ellos ni siquiera la conozcan. Silvia los divisa en seguida. Está sonando Bad Bunny y, sin dejar de bailar y de repetir ¿tienes muchas novias?, se acerca a ellos y le da un abrazo y un beso a cada uno.
Chicos, gracias por venir, me encanta que hayáis venido, dice, y con las mismas se da la vuelta y recupera su posición inicial en el centro del círculo.
¿A los treinta todavía se puede seguir haciendo eso?
Elena reprime una sonrisa y le da un codazo a Marcos en las costillas.
No seas malo, dice. Además, todavía no tiene treinta. Cumple veintinueve.
Ya, como el año pasado.
Elena le agarra la cara a Marcos, una mano de dedos largos, coronados por unas uñas igualmente largas, pintadas de rosa, y le aprieta las mejillas como haría una madre con un hijo al que no sabe cómo reñir, al que no sabe qué decirle. Luego lo suelta y se pierde entre la gente, repartiendo besos y abrazos a todos los que conoce, presentándose a los que no conoce. A Marcos todo eso le provoca bastante fatiga, él solo quiere beberse un par de copas, lo suficiente como para sentirse relajado y bailar hasta que le duelan los pies y se caiga de sueño, lo justo como para olvidarse de que aún tiene que estirar el sueldo lo que le queda de mes.
Sin esperar a Elena —ya sabe lo que quiere beber— se dirige a la barra y pide dos Seagram con tónica. Veinte euros, siempre el mismo dolor. Por suerte no hay cola, no tiene que esperar y, el camarero, un tipo fuerte con un tatuaje floral enroscado alrededor del brazo, le guiña un ojo. Marcos le da las gracias, siempre lo hace, pero no sonríe, no le gusta sentirse obligado a hacerlo.
Elena le habría sonreído, piensa, antes de darse la vuelta.
De espaldas a la barra, antes de atreverse a dar un paso con las copas en la mano, barre la sala con la mirada en busca de su amiga, a la que divisa enseguida —ahora apartada del grupo, hablando con alguien a quien de lejos no consigue identificar—, y haciendo malabarismos para abrirse paso entre la gente sin que se le vierta una gota —el dineral que le han sablado bien vale el esfuerzo— emprende el camino hacia ella, el único lugar en el que sabe que se sentirá seguro esa noche. Después de solo un par de metros, Marcos identifica a la persona que está a su lado: Nerea. Lleva el pelo recogido, igual que Elena, pero el tono rojizo de los rizos es fácil de reconocer, aunque no se hayan visto más que un par de veces. También él se recogería el pelo si lo tuviera largo, piensa. El sudor le baja por el cuello, hace demasiado calor allí dentro, y se pregunta si alguna vez dejará de darle vergüenza ponerse pantalones cortos o camisetas sin mangas, como tantos otros chicos, como el camarero que le ha guiñado el ojo hace un momento.
Cuando ya casi ha llegado —Elena sonriendo al ver a su amigo acercarse con una copa para ella—, alguien más aparece en escena, alguien que le toca el hombro a Nerea con una mano larga y fina, y casi se le caen las copas al suelo al recorrer con la mirada el brazo que nace de esa mano, el hombro que le sigue y el cuello que se yergue regio a continuación, hasta encontrar, al final de esa exploración anatómica, la adusta cara de Leonard, que simplemente se queda plantado junto a Nerea como un pasmarote, llevándose una cerveza a la boca sin decir nada.
Elena le quita a Marcos una de las copas de la mano.
Gracias, amor, dice. Conoces a Nerea, ¿no?
Marcos asiente, se acerca a ella, le da dos besos. Nerea sonríe y enseguida ella y Elena vuelven a la conversación que estaban teniendo.
Durante un segundo valora la posibilidad de fingir que no conoce a Leonard, que ni siquiera lo ha visto, de jugar la carta de persona desagradable —lo cual hace bastante a menudo— y alejarse de allí con indiferencia, en búsqueda de alguna otra cara conocida que le sirva de excusa para evitar lo inevitable. Pero no lo hace. No le da tiempo a decidirse. Leonard es más rápido y, antes de darse cuenta de lo que está pasando, sus manos se encuentran en un apretón forzado, todavía con la humedad de la copa de Elena corriéndole por los dedos.
Hola, me llamo Leonard.
Los ojos de Marcos que se fijan ahora en la camiseta amarilla de Leonard que dice «Rebel, rebel», los ojos de Leonard eternamente entrecerrados.
¿No nos conocemos ya?, dice Marcos.
Leonard asiente.
Es que pensaba que no te acordarías de mí, dice.
Me acuerdo.
Pero no estoy seguro de tu nombre.
Marcos.
Perdona que no me acuerdo.
No pasa nada.
Leonard sonríe, de esa forma en la que solo sonríes cuando sabes que las cosas van a salir bien, y a partir de ese momento todo a su alrededor desaparece.
Marcos está guapo, o al menos a Leonard se lo parece. Lleva menos barba que el día que se conocieron, y el pelo peinado hacia atrás con un poco de cera. La camiseta es blanca, de manga corta y lisa, básica. A pesar del calor que hace dentro lleva unos vaqueros largos y la misma sudadera negra de la última vez, solo que ahora atada a la cintura. Sin ella puesta ya no parece tan corpulento. Tiene buenos hombros, sí, pero los brazos son delgados y el torso recto y liso, nada de pectorales voluminosos. A Marcos eso es algo que le trae sin cuidado. Le da igual su figura, o al menos eso es lo que suele decir. La realidad es que son varias las veces que ha intentado mantener una rutina de gimnasio que le ayude a ganar masa muscular, pero acaba desistiendo siempre a las pocas semanas, y por eso se ha acabado convenciendo de que, mientras se mantenga delgado, no tiene de qué preocuparse, que el resto está bien. Sabe que, en el cara a cara —que es su forma preferida de ligar, al contrario que la mayoría de sus amigos, que son auténticos expertos de las apps de citas—, a la gente no le importa que tengas el abdomen marcado o no, porque no te lo van a ver, ni te van pedir que les enseñes el rabo para valorar si les gusta lo suficiente como para irse contigo a casa. El directo no es así. En el cara a cara tiene más peso una sonrisa bonita y una mirada intensa, y de eso Marcos va servido.
Cuando quiere, claro.
Marcos y Leonard se pasan la noche hablando, la música un mero ruido blanco ensordecedor, algo que solo entorpece su comunicación. Leonard le habla a Marcos sobre Croacia, sobre su familia. A Marcos no le gusta hablar de la suya, no tiene una buena relación con ellos, pero lo hace igualmente, siente que Leonard le entiende y, además, después de un par de copas empieza por fin a sentirse más relajado. Brazos relajados, piernas relajadas, rostro relajado.
El momento del switch off.
A partir de ahí, el tiempo los arrastra hacia delante a toda prisa, pero con delicadeza, como el agua de un arroyo claro, y cada vez que Leonard vuelve del baño lo hace con dos cervezas en la mano, una para cada uno.
No hacía falta, dice Marcos cada vez, pero Leonard siempre se ríe y acerca su cerveza a la de Marcos para brindar con él.
Después de un par de horas, Marcos siente la imperiosa necesidad de fumar. Lleva así desde hace rato, pero no ha querido decir nada por no romper el momento. Teme que Leonard no quiera salir a fumar con él y que cuando vuelva dentro haya desaparecido. La eterna indecisión. Al final, Leonard vuelve a adelantarse y acaba tomando la decisión por él.
Necesito un cigarrillo, dice, y seguro que tú también.
La camiseta amarilla de Leonard que dice «Rebel, rebel» y los ojos eternamente entrecerrados.
Marcos se ríe. Sabe que a partir de ahora todo será así entre ellos.
Vamos, dice. Yo también me muero por echar un piti.
Y después, fuera. La ráfaga helada que les golpea las mejillas cuando abren la puerta y salen a la calle. Al principio Marcos lo agradece, el aire fresco le seca el sudor de la nuca, pero enseguida empieza a sentir el frío por debajo de la piel.
¿Vamos allá donde los árboles?, dice Leonard. Aquí hay demasiada gente.
Marcos asiente, sigue a Leonard hasta una zona con escalones, se desata la sudadera y se la pone antes de sentarse a su lado.
Después encienden dos cigarrillos de los de Leonard y durante un rato los dos fuman en silencio.
El tabaco lo marea, siempre le pasa cuando fuma tabaco industrial, le embota el cerebro, se siente todavía más borracho. Marcos respira hondo, se pasa la mano por la nuca, la mirada perdida en la punta encendida del cigarrillo que no quiere tirar, sino que deja que se consuma lentamente entre sus dedos hasta que finalmente se apaga y cae muerto a sus pies.
No puede verlo, pero sabe que Leonard lo está mirado. Sabe que está esperando a que vuelva con él, a que levante los ojos y lo mire, a que empiece el juego. Pero ya es demasiado tarde, el cansancio ataca a Marcos de improviso, como un cazador silencioso, y de repente se da cuenta de que ya no quiere seguir ahí, que le da igual lo que pase con Leonard, que lo único que quiere es meterse bajo las sábanas y dormir. Leonard lo observa, sabe que algo le pasa. ¿Qué es?, piensa, pero no dice nada. Él también quiere irse. Llegar a casa y cubrirse con el nórdico y dormir hasta que la luz del mediodía le alcance la línea de los ojos y lo despierte, como cada sábado.
Creo que me voy a ir, dice Marcos, estoy cansado.
Esta vez Leonard no se ha adelantado.
¿Dónde vives?
En Legazpi, al lado de Matadero, ¿y tú?
Leonard tira la colilla al suelo y la pisa sin mirar.
Justo al otro lado del río, junto al centro comercial. ¿Vamos?
Marcos duda. Alrededor de ellos se extiende una noche ruidosa y llena de luces que cambian de rojo a verde y de verde a rojo y de blanco a nada. ¿Es eso lo que va a pasar?, se pregunta, sus pensamientos amortiguados por el sonido de una ambulancia cercana.
¿No te quieres quedar un rato más?, dice.
No, también estoy cansado, y así no vuelvo solo a casa.
Marcos le envía un mensaje a Elena para decirle que se va, aunque sabe que no lo leerá hasta pasado un buen rato, que no lo habrá echado de menos en toda la noche, pero le da igual, está contento de cómo están saliendo las cosas. Se pregunta si Leonard realmente está cansado, o si simplemente ha accedido a irse antes para estar un rato más con él. Se pregunta si lo invitará a subir a su casa, ¿o debería invitarlo él, puesto que la suya queda antes? No le gusta llevar chicos a casa y, las raras ocasiones en que lo hace, no le gusta que se queden a dormir. La cama es pequeña y en general no se siente a gusto compartiendo su espacio con otra persona. Cuando estaba con Iván siempre era él quien iba a su casa. Él nunca había propuesto lo contrario e Iván nunca lo había cuestionado.
Creo que te vi el otro día, dice Leonard de pronto, sacándolo de su ensimismamiento. Unos días después de la fiesta, en una terraza en Lavapiés.
Sí, es posible, admite Marcos.
Estabas con un chico.
Sí.
¿Tu novio?
Mi ex. Hace tiempo que lo dejamos. Solo estábamos… hablando las cosas.
¿Vais a volver?
Marcos se ríe.
No, responde.
¿Por qué te ríes?
Haces muchas preguntas.
Era solo curiosidad.
A Marcos no se le escapa el hecho de que Leonard no haya empezado la frase con un «perdona». No ha sentido la necesidad de disculparse, no siente que haya dicho nada fuera de lugar, solo estaba siendo directo. Se le ocurre que a él también le gustaría ser tan directo como Leonard, o como Iván, ya puestos. Le gustaría tener la capacidad de tomar la iniciativa, de proponer cosas, de tomar decisiones, de sentirse cómodo expresando sus deseos en voz alta.
Pero no la tiene, y ha aprendido a vivir con ello.
Cuando llegan a la altura de la Compañía Nacional de Danza, Marcos se para en seco.
Yo vivo ahí arriba, dice, señalando el edificio de ladrillos donde vive con Elena. Y tú ya tienes que cruzar por ahí, ¿no?
Leonard sonríe y Marcos se da cuenta de que su frase ha sonado brusca, que ha parecido que lo estaba echando, que quería dejar claro que cada uno iba a acabar la noche por su lado. Se arrepiente, pero no sabe cómo arreglarlo, no encuentra las palabras, y el hecho de que Leonard no deje de sonreírle no hace sino ponerlo más nervioso. Bajo la luz anaranjada de una farola Marcos quiere besarle, en ese momento no hay nada que desee con mayor fuerza que agarrarle la cara a Leonard y besársela. No piensa en sexo, solo quiere estar abrazado a él, juntar su cuerpo al suyo y respirar juntos durante un rato. Sentir la respiración acompasada del pecho de Leonard contra el suyo. Pero no lo hará, por mucho que lo desee, por muy claro que parezca, a última hora siempre piensa que quizás se esté equivocando, que quizás esté malinterpretando las señales.
Al final, rompe el momento diciendo:
Dime tu número y te hago un Bizum por las cervezas que has pagado.
Leonard enarca una ceja.
¿Qué pasa?
Nada, dice Leonard rompiendo a reír. No tengo Bizum, pero si quieres te doy mi número igualmente. Y me invitas a algo otro día.
Marcos quiere decirle: No me hace falta tu número para escribirte, me sé tu Instagram de memoria; pero no lo hace. En su lugar le tiende el móvil desbloqueado y Leonard teclea su número rápidamente. Marcos lo guarda. Intercambian otra sonrisa. Luego Marcos se gira, se marcha de allí andando a toda velocidad, recorriendo en cuatro grandes zancadas la distancia que lo separa de su portal, y desaparece tras la puerta. Está contento porque, aunque no haya habido beso, sabe que lo habrá en el futuro. Está contento, pero no quiere que se le note demasiado, no quiere que Leonard piense que está pillado por él, no quiere que se asuste.
5
No sé, quería un beso, pero no sé. No pasó.
Leonard está en la cama, fumando un cigarrillo de liar, recostado sobre una pila de cojines de diferentes formas y colores. El batín de raso es gris y no lo lleva cerrado del todo, dejando entrever el par de boxers negros que lleva debajo. La piel del pecho, blanca, se le pega a los huesos, marcando el contorno de las costillas.
¿Y ya está?
Nerea está sentada en el borde de la cama, con Thor sobre su regazo.
Bueno, le di mi número.
¿Y te ha escrito?
No.
¿Seguro que se lo diste bien?
No sé, a lo mejor no, a lo mejor no le puse el prefijo.
Es que no entiendo por qué no tienes un número español.
No necesito dos números, dice.
Luego apaga el cigarrillo en el cenicero rojo que tiene en la mesilla, junto a una taza de café sucia y un montón de tickets de la compra arrugados, y se incorpora en la cama. Se pone de pie, dejando que el batín le resbale por los hombros como una piel muerta de serpiente. Se agacha y recoge un par de pantalones vaqueros que están en el suelo, a los pies de la cama, y se los empieza a poner.
Me tengo que ir, dice cerrándose los vaqueros y sacando una camiseta blanca de un cajón. He quedado con Pablo.
¿Otra vez? Pensaba que ya no quedabais.
No, pero hoy sí.
¿Y por qué hoy sí?, dice, pero Leonard no le responde nada. Se atusa un poco el pelo en el espejo que tiene delante del escritorio, inclinándose un poco sobre la mesa para verse mejor. Luego busca las zapatillas, se sienta en la cama y se las empieza a poner.
¿Y qué vais a hacer?
Voy a su casa a ver una peli.
Una peli, ya.
Leonard la mira y sonríe. Una sonrisa amplia y sibilina. Cuando se termina de abrochar los cordones de las zapatillas se levanta, le da a Nerea un beso en la mejilla y le acaricia la cabeza a Thor, que cierra los ojos y empieza a ronronear.
Nos vemos mañana, dice cogiendo las llaves y metiéndoselas en el bolsillo.
6
Marcos está apoyado en la encimera de la cocina, el cazo verde con motitas blancas lleno de agua que ha calentado en la kettle, esperando a que hierva para poner a cocer algo de pasta. La cocina es pequeña y las cosas se amontonan por todas partes: frascos de legumbres sobre el armario, botellas de vino sobre el frigorífico, verduras sobre la encimera, botes de salsas mal cerrados junto a la vitrocerámica. Elena apenas usa la cocina. Rara vez come en casa y, cuando lo hace, pide comida o calienta en el microondas algo precocinado que se come en su cuarto mientras sigue trabajando. Como no usa la cocina, no considera que tenga que limpiarla, un poco la misma regla que aplica al resto de la casa, con excepción de su propia habitación, sobre cuyo suelo pasa la fregona cada dos o tres semanas. Marcos, que trabaja en casa desde que se desató la pandemia de Covid, está cansado de esa situación, pero no quiere tener esa conversación con ella, no sabe cómo, y tampoco está seguro de hasta qué punto serviría de algo o no. Sabe, en parte, que Elena tiene razón. Él es quien usa la cocina a diario, quien cocina platos que incluyen más de diez ingredientes distintos, quien provoca que salte la luz encendiendo el horno y todos los fuegos de la vitro a la vez. Sabe que la mayoría del desastre que lo rodea lo ha provocado él y aun así le molesta tener que lavar el tenedor que usó Elena la noche anterior para cenar su sushi integral vegano.
No ha vuelto a hablar con Leonard. Sabe que debería haberle escrito, pero no lo ha hecho, y no sabe si lo va a hacer. Estas cosas siempre se le hacen bola. Eres un overthinker, suele decirle Elena. Es consciente de que tiene razón, que le da demasiadas vueltas a las cosas, tanto que al final se bloquea y la inacción acaba poniéndolo triste. Es consciente, pero no hace nada. Ser capaz de identificar los problemas de uno no te de las herramientas para resolverlos.
Marcos, está claro que te gusta, dice Elena sentada a la mesa de la cocina con una lata de Coca-Cola Zero en la mano. Y tú le gustas a él. Si no, ¿para qué te dio su número?
No sé, sí.
Lo que no le dice es que Iván le ha vuelto a escribir.
«Estuvimos bien el otro día, ¿no? Me gustó verte.»
A Iván tampoco le ha respondido nada. No sabe qué decirle, no quiere decirle nada. Teme que, si le responde, vuelvan a hablar de manera habitual y al final acabe accediendo a ir a su casa.
Y de ahí a volver con él podría haber solo dos orgasmos de distancia.
Le vibra el móvil en el bolsillo. Iván ha reaccionado a un story que colgó en Instagram por la mañana. Decide seguir ignorándolo, pero en lugar de guardarse el móvil en el bolsillo vuelve a meterse en el perfil de Leonard. A estas alturas, se sabe las veinte fotos de memoria.
Hay dos que le gustan especialmente:
La primera es una en la que sale en una playa paradisíaca —debe ser Croacia, piensa—, sonriendo a cámara mientras se quita la camiseta, con un bañador naranja, los pies descalzos y un montón de latas de cerveza desparramadas entre su toalla y la de la persona que —supone— hace la foto. No le importaría poder estar ahí con él. Meterse dentro de la foto, transportarse a ese lugar y a ese momento con él. Se imagina sentado entre sus piernas, los muslos de Leonard contra los suyos y sus manos poniéndole crema en la espalda. Se imagina echando la cabeza hacia atrás y apoyándola sobre su hombro derecho, dejándose besar cerca de la barbilla mientras el sol cae sin piedad sobre la piel de su pecho, sobre su nariz, sobre sus párpados, sitios en los que también le pide a Leonard que le ponga crema, solo porque quiere que lo siga tocando
La otra foto es un primer plano de él encendiéndose un cigarrillo. Los labios apretados alrededor del filtro, la llama del mechero iluminando sus mejillas y la mirada clavada en la cámara. Una mirada felina, afilada, desafiante.
Le gusta ver esas dos fotos seguidas porque en su cabeza ha creado una historia en la que la segunda es una continuación de la primera, una historia en la que Leonard y él están en el balcón de su habitación de hotel por la noche, relajados después de un largo día de playa mientras fuman en silencio frente al mar, alargando el momento antes de volver a la habitación y arrancarse la ropa el uno al otro.
La primera foto le produce ternura, le despierta sentimientos románticos que nunca ha vivido con nadie, ni siquiera con Iván.
La segunda foto hace que tenga que recolocarse el paquete.
Oye, ¿qué haces?, dice Elena. Pensaba que estábamos hablando.
Perdona, dice Marcos de manera automática.
Para él, esa conversación ya había terminado. Con todo, no le gusta discutir con Elena, nunca acaba bien. Antes, cada vez que pasaba, cada vez que bajaba la guardia y se dejaba arrastrar por una de sus trampas, cogía una bolsa con ropa y se iba a casa de Iván. A él le hacía gracia esa situación. Parece que sea ella tu novia y yo el amigo que te recibe con helado, decía. Mi novia eres tú, le respondía Marcos; solo porque sabía que a Iván se lo llevaban los demonios cada vez que alguien se refería a él en femenino. Luego fingían pelearse y acababan follando en el sofá, el asunto de Elena desdibujado en la distancia, casi olvidado por completo. Pero ahora ya no puede contar con Iván, así que decide alejarse de su fantasía balcánica y volver con su amiga. Todavía está a tiempo de salvar el día. Sin embargo, cuando está a punto de hacerlo, cuando está a punto de bloquear el móvil y devolverle a Elena la atención que necesita de él, el dedo se le resbala por la pantalla y sin querer pulsa el botón de seguir sobre el perfil de Leonard.
Mierda, piensa.
Mierda, dice. Joderrrrr.
¿Qué pasa?, dice Elena; pero Marcos no le contesta, ocupado como está barajando opciones. Se le ocurre que, dadas las circunstancias, lo mejor sería dejar de seguirle de inmediato, apagar el móvil, destrozarlo a martillazos, quemarlo y enterrarlo en el Retiro por la noche. A lo mejor también mudarse a otro país, cambiarse los rasgos faciales, quizás ponerse la nariz de Adrien Brody.
Luego se frena en seco. Basta, se dice, el tiempo se ha agotado. Cinco segundos. Es lo que se permite a sí mismo para imaginar las consecuencias funestas de sus acciones. Solo cinco segundos. Después toca reevaluar la situación, darle la vuelta, observarla desde un ángulo diferente, desde fuera. No es para tanto, se dice; y después se repite como un mantra: mis acciones no siempre tienen el impacto que creo que tienen. Eso es algo que ha aprendido a hacer en terapia, a relativizar. Después de meses, todavía no se hace a la idea de que detrás de todas sus inseguridades yazca un exceso de auto-observación, una imagen distorsionada sobre su lugar en el mundo, sobre su importancia. En definitiva, un exceso de egocentrismo.
Marcos, ¿qué pasa?
Nada, dice; y lo dice de verdad porque, aunque su primera reacción haya rozado el brote psicótico, lo cierto es que en realidad no pasa nada. La notificación le va a llegar igualmente, piensa, así que lo mejor es dejarlo estar. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Agradece entonces el dineral invertido en todas aquellas sesiones de terapia los viernes por la mañana.
¿Pero cómo que nada?, insiste Elena. Algo has visto en el móvil que te has puesto histérico. Si te has puesto blanco y te está temblando el pulso.
Marcos coge entonces una botella de vino tinto a la que todavía le queda la mitad y se llena un vaso hasta arriba. Las botellas de vino hay que acabarlas cuando se abren, le dice siempre Elena. Bueno, pues por suerte esta no nos la hemos acabado todavía, piensa.
¿Y ahora estás bebiendo vino? ¿Qué pasa, Marcos? Cuéntamelo. ¿Es Iván?
Marcos se bebe el vino de golpe y deja el vaso vacío en la encimera.
Elena, déjame en paz, dice.
Luego baja el fuego, el agua hirviendo desde hace un rato, abre el paquete de pasta y lo vacía dentro del cazo, dándole la espalda a Elena, que sale de la cocina y se mete en su cuarto dando un portazo.
A la media hora, Leonard empieza a seguir a Marcos en Instagram.
«hey :)»
7
Tres semanas después, en el mercado de San Fernando. Silvia está pagando los vermús que acaban de pedir y Nerea coge dos de la barra, le pasa uno a Leonard y le da un trago al suyo.
Pero, ¿no habéis vuelto a quedar?, dice.
Leonard niega con la cabeza.
Íbamos a quedar otra vez, pero fue cuando estaba yo malo y nada. Y luego él se fue a Barcelona.
¿Y no ha vuelto?
No sé, no me ha dicho nada.
¿No lo ves en sus stories?
No uso mucho Instagram.
Bueno, pues escríbele y le preguntas, ¿no?
Leonard se encoge de hombros.
No sé, ya me dirá él cuando vuelva.
Silvia se da la vuelta y se incorpora a la conversación.
Pero, a ver, ¿a ti este chico te gusta o no?
Leonard se encoge de hombros otra vez, se ríe, le da un trago a su vermú.
¿No sabes?
Claro que le gusta y claro que lo sabe. Lo que no le gusta es hablar de sí mismo. Detesta que lo atosiguen y lo interroguen, da igual si son amigos, familia o un ligue. Nunca le ha gustado tener que dar explicaciones, compartir detalles sobre lo que pasa por su mente. Cree que el exceso de información te hace vulnerable, que hablar de uno mismo es sinónimo de entregar armas con las que te puedan atacar. Así que se parapeta tras esa fachada de tío impasible, distante y poco expresivo. Sus amigas se meten con él a veces. Vas de hippie, de alma libre, le dicen, pero eres un tío normal y corriente como cualquier otro. Él siempre se ríe y les dice que vale. No le gusta discutir.
¿No nos vas a decir nada?, Silvia insiste en el tema.
Leonard se termina el vermú de dos tragos y lo deja en la barra.
No me gusta mucho esto, dice, me prefiero cerveza.
*
Después de que Leonard lo empezara a seguir en Instagram estuvieron hablando toda la semana, prácticamente a diario, aunque no a todas horas. A Leonard no le gusta la dependencia que como sociedad estamos generando con cualquier dispositivo que tenga pantalla y conexión a Internet, y por lo general suele tener el móvil silenciado y fuera de su alcance. Marcos, en cambio, siempre le responde al instante. O al menos lo hacía, porque ahora hace más de una semana que no hablan.
Se vieron en una plaza de Lavapiés. A Leonard le gusta quedar ahí porque le recuerda a Croacia, siempre tan lleno de gente de todas partes, gente que habla muy alto, música que viene de no se sabe dónde, niños jugando en la calle a medianoche y mucho olor a comida.
Con Marcos se sintió a gusto. Es fácil hablar con él, desde el principio lo fue, tanto en persona como por chat. Se rieron juntos, bebieron cerveza, fumaron —en algún punto solo del tabaco de Marcos, porque a Leonard se le acabó el suyo—, fueron a comer un kebab y luego compraron más cerveza y se sentaron en un banco a beber. Leonard sabía lo que quería y no tenía dudas de cómo iba a terminar la noche. Lo supo ya el día de la Riviera, que se acabarían acostando juntos; para eso Leonard tiene bastante buena intuición. Sabe que podría haber pasado aquella misma noche si hubiera dado él el primer paso, pero decidió jugar un poco con Marcos, dejar que se fuera a casa nervioso. Ya se verían en otra ocasión. Además, tampoco es que Leonard tenga problemas para encontrar a alguien con quien follar. Cuando le apetece lo consigue; rara vez se ha sentido frustrado en ese sentido. No es porque sea un adonis, es consciente de que físicamente está en la media, pero no se anda con tonterías cuando se trata de sexo: es directo y eso a los chicos les gusta. En cuestión de sentimientos es otro cantar, pero tampoco es que Leonard fuera a preocuparse de eso en ese momento. Nunca ha tenido novio y no piensa empezar ahora que está en España por a saber cuánto tiempo más. No quiere enamorarse, no planea enamorarse, y sin embargo se sorprendió a sí mismo pensando en esto mientras escuchaba a Marcos, sentado a su lado, contarle una historia sobre un chico que casi le había vomitado en la cara estando con él en la cama una noche de borrachera. Sus pensamientos lo asustaron y decidió acallarlos besando, por fin, a Marcos. A este el beso lo cogió por sorpresa, sobre todo por el ímpetu con el que Leonard se abalanzó sobre él, como si llevara años deseándolo, como si llevara años sin besar a nadie, pero enseguida se repuso y se acomodó al beso, dejándose ir, olvidando por completo la historia que estaba contando o aquella que pensaba contar después.
Cuando se separaron, Leonard lo cogió de la mano y se puso en pie de un salto.
¿Vamos a tu casa?, dijo.
La sonrisa que acompañó sus palabras dejaba claro que no aceptaría un no por respuesta, que aquello no era una sugerencia, que Marcos no tenía nada que opinar al respecto.
8
¿Quién era ese?
Elena está sentada a la mesa de la cocina, bebiendo una Coca-Cola Zero mientras revisa en su móvil las reuniones que tiene programadas para el día siguiente. Los domingos son siempre así, el peor momento de la semana, cuando sabe que todo vuelve a comenzar otra vez.
Uno del barrio, responde Marcos. Luego entra en la cocina, se sirve un vaso de agua hasta arriba, se lo bebe, se sirve otro y se sienta delante de Elena.
¿Y qué pasa con Leonard? Pensaba que estabas loco por él.
No estoy loco por él, se defiende Marcos. Y además fue él quien canceló la última cita, debería salir de él volver a proponer algo.
¿Cuánto tiempo ha pasado de eso?
No sé, varias semanas. Un mes o más, creo.
¿Y si no te vuelve a escribir?
Pues nada.
¿Pero tú le has escrito a él?
He reaccionado a sus stories un par de veces.
Elena enarca una ceja, la lata de Coca-Cola congelada en el aire, interrumpida de pronto en su afán de satisfacción del deseo capitalista.
¿Estás de coña? ¿Cuántos años tienes?
Elena, no le voy a escribir otra vez. Ya le escribí para preguntarle cómo estaba y me respondió que estaba mejor.
¿Y eso qué significa? ¿Qué tiene de malo?
Pues que si estaba mejor podría perfectamente haber salido de él el volver a quedar. Podría al menos haberme preguntado cómo estoy yo, ¿no?, y no limitarse a responder que está mejor. Me pone nervioso la gente que se comunica con monosílabos, que parece que tengas que rogarles las palabras.
Elena se queda en silencio. No es la primera —ni será la última— vez que Marcos le viene con este tipo de diatribas. A veces piensa: Es peor que yo, es peor que cualquiera de mis amigas, peor que cualquier mujer. Luego se siente mal, porque sabe que ese pensamiento es un estereotipo sexista, y se abstiene de decirlo en voz alta, de comentarlo con nadie. Entonces intenta justificar la actitud de su amigo desde una perspectiva que no sea de género: Marcos es tímido. Bueno, quizás, más que tímido, sea profundamente inseguro, la clase de chico que necesita tener claro lo que piensa la otra persona antes de hacer nada. La clase de chico que si pudiera se colaría en la casa de la otra persona para leer su diario, para saber si le gusta o no. La clase de chico que se comporta como una chica, acaba aceptando ante sí misma.
Derrotada por sus propios prejuicios decide llevar la conversación hacia otro lado.
¿Y este chico con el que has quedado?, dice señalando la puerta con una de sus largas uñas.
¿Qué le pasa?
Que qué tal.
Marcos se encoge de hombros.
Bien, dice. Nada especial.
El chico en cuestión se llama Borja. Quedaron por primera vez dos días después de romper con Iván, hace bastantes meses. O de tomar la decisión de darse un tiempo, lo que fuera que acordaran oficialmente. Quería quitarse de encima cuanto antes el poso amargo de aquella relación, demostrarse que podía pasar página con facilidad, asegurarse otros estímulos que lo hicieran olvidarse de Iván más rápido.
Lo invitó a casa directamente, después de intercambiar cuatro frases por Grindr. Por la forma de hablar parecía un tipo decente, aunque en las fotos no le pareciera excesivamente atractivo. Diez años mayor que él, canas y bastante tripa, nada que ver con el aspecto heroin chic de Iván. Ni de la mayoría de los tíos con los que había estado, la verdad sea dicha. En persona no le pareció más atractivo que en fotos, pero no le importó. Tampoco podía echarse atrás. No podía abrirle la puerta y decirle: Mira, me lo he pensado mejor, vuélvete a tu casa. Además, en ningún momento habían hablado de follar. Marcos había mencionado que tenía un balcón en el que daba el sol por la tarde y Borja le había insinuado que estaría bien que lo invitase. Se bebieron una cerveza. Luego se bebieron otra y luego otra. Cuando se levantó a por la cuarta cerveza, ya algo mareado, Borja se levantó a su lado y le puso una mano en la nuca, lo acercó a él y le metió la lengua en la boca. A Marcos no le gustó cómo besaba. Tampoco le gustó la manera que tuvo de quitarle la ropa cuando se acercaron a la cama, con torpeza y sin un ápice de sensualidad.
Cuando terminaron se sintió triste. Apenas había disfrutado, pero la cara de satisfacción del otro le subió un poco la moral.
Hacía tiempo que no me corría así, dijo.
Marcos sonrió levemente. Después salió de la cama y se metió en el baño y se frotó la piel bajo el agua caliente. No le ofreció ducharse con él. Ni siquiera le dio papel para que se limpiara.
Cuando salió de la ducha, el chico se había ido.
Y sin embargo había vuelto a quedar con él. Esperaba que la segunda vez fuera mejor, que la experiencia previa les hubiera dado a ambos alguna pista sobre cómo entender mejor el cuerpo del otro, pero nada de eso ocurrió. En su lugar, Marcos no dejó de pensar en Leonard. Mientras se besaba con Borja, se esforzó por recordar el rostro de Leonard, por imaginar que era él quien lo estaba besando. No abrió los ojos en ningún momento. Evocó las manos de Leonard, grandes, con los dedos rugosos y las palmas suaves. Las rememoró sobre su cuerpo, sobre su mejilla, recorriendo la cicatriz, sobre sus párpados. Recordó la forma en que se miraron aquella noche, cuando no se estaban besando, absortos en los rasgos del otro, memorizándolos. La forma en que se abrazaron antes de dormir, de frente, respirándose el uno al otro. Se esforzó todo lo que pudo por volver a sentir su aliento, su acento del este diciéndole al oído las cosas que quería que le hiciera.
Cuando se quiso dar cuenta, Borja descansaba ya sobre las sábanas respirando entrecortadamente, con la misma sonrisa de satisfacción en los labios que la última vez.
Ha sido increíble, dijo.
9
A Leonard le gusta quedar con Pablo porque las cosas con él son siempre fáciles. Suelen seguir la misma rutina: se sientan en la cama, ponen un cenicero entre ellos y fuman y beben cerveza hasta que ya no pueden más. A veces ven una película o algún capítulo de La Resistencia, aunque Leonard casi nunca se entera de nada. Después se desnudan y se meten juntos debajo de las sábanas. Cuando terminan, a veces se queda a dormir y a veces no, depende de cómo tenga el día.
Anoche se quedó a dormir.
Cuando se despierta a su lado, con la luz del sol entrando de manera violenta por la ventana, busca la respiración acompasada y silenciosa de Marcos, pero en su lugar lo asusta un ronquido estridente y áspero.
Después busca los libros amontonados en el suelo junto a la mesilla, la pila de números atrasados del New Yorker encima del escritorio, junto al ordenador, la ristra de camisas ordenadas por colores, colgadas de un perchero de madera clara. Todas las cosas que recuerda del cuarto de Marcos. Pero no encuentra nada de eso. En la habitación de Pablo solo hay un par de ceniceros llenos hasta arriba, un montón de ropa sucia en un rincón y un póster con el símbolo de la anarquía.
El sexo con Pablo es siempre satisfactorio. Si tuviera que elegir una palabra para describirlo Leonard elegiría esa: satisfactorio. Un tipo de sexo que cumple su función, sin una pega, sin un pero. A Leonard le gusta decir cosas durante el sexo, pero sobre todo le gusta que se las digan, y a Pablo le encanta decirlas. Todas esas cosas aprendidas del porno, todos esos fóllame y dame duro que normalmente suenan ridículos, pero que a Leonard no le avergüenza reconocer que aumentan su excitación y le hacen hundirse más y más rápido en el cuerpo de Pablo, que lo agradece arañándole los hombros mientras arquea la espalda todo lo que puede.
A Leonard le jode que Pablo le ponga tanto. Sobre todo porque objetivamente es un tío que no le pone nada. Si le hubiese hablado por Grindr no le habría hecho ni caso y jamás le habría hecho matchen Tinder. Siempre que va a su casa piensa que esa será la última vez o que quizás ese día no follen, pero en el fondo sabe que volverá a pasar, justo después de la segunda o la tercera cerveza, ese pequeño clic, ese brillo en los ojos de Pablo, la lascivia reflejada en sus córneas, la excitación que despierta en Leonard sentirse deseado, saber que en ese momento todo lo que ansía la persona que tiene delante es sentir el peso de su cuerpo contra el suyo, sus manos agarrándole por la cintura, sus gruñidos en el oído.
Leonard es consciente de la imagen que transmite: sus rasgos físicos son típicamente del este. A pesar de su extrema delgadez, tiene pinta de alguien con quien no te gustaría meterte en problemas. Eres un puto empotrador, le dijo un chico una noche, una fantasía erótica eslava. A Leonard le hizo mucha gracia, pero no fue hasta el día siguiente, cuando llegó a casa y le preguntó a Nerea, cuando entendió lo que quería decir empotrador.
Con Marcos, en cambio, fue una historia diferente. Cuando la luz del amanecer los pilló todavía despiertos, con las piernas enredadas, su cara hundida en el cuello de Marcos y los dedos de este acariciándole el pelo, supo que algo había pasado. Le sorprendió todavía más darse cuenta de que ninguno de los dos se había corrido en toda la noche. Y no por falta de ganas, sino porque el sexo entre ellos había sido lento y comunicativo, y eso había dado pie a que cada cierto tiempo uno dijera algo que los hiciera pararse a pensar y, cuando se daban cuenta, estaban tumbados de lado, uno frente al otro, hablando sobre cosas de las que normalmente no hablaban con nadie.
Marcos no lo había mirado como Pablo. No había lascivia o desesperación en su mirada, ni parecía impresionado por sus facciones. No dio señales de sentirse intimidado, ni reaccionó de la manera típica cuando, después de mucho rato besándose en la cama, tocándose por encima de la ropa, Leonard se bajó los calzoncillos y se quedó completamente desnudo ante él. Marcos no le dijo vaya rabo te gastas, ni ninguna de esas cosas que a veces le decían los chicos y que tampoco solía entender muy bien; no se pasó la lengua por los labios ni se abalanzó sobre su entrepierna. En su lugar, apoyó un brazo sobre el colchón, recostándose sobre él, pero sin apoyar su cuerpo del todo. Lo besó en la boca y le acarició el cuello. Luego bajó la mano por el costado, hizo un círculo con el dedo sobre la cadera, le rozó con suavidad las nalgas, se abrió paso entre ellas y le rozó con el dedo índice el perineo. Leonard cerró los ojos. Luego sonrió y, con los ojos cerrados, asintió levemente.
10
Lo primero que ve cuando sale del teatro es una ambulancia subiendo la calle. La estridencia de la sirena inundando el aire, cargándolo de urgencia, de inmediatez, de peligro. Ambulancias y coches fúnebres, siempre que ve alguno de ellos lo interpreta como un mal presagio, a pesar de haber sido instruido en el rechazo hacia el pensamiento mágico.
A su alrededor, abrigos de plumas y gorros de lana. Columnas de vaho iluminando la noche. Está solo, Elena se ha ido corriendo cinco minutos antes de que terminase la obra. La han llamado por teléfono —que no había silenciado—, se ha salido fuera a hablar y después ha vuelto para coger el abrigo y le ha dicho que se tenía que ir. Ya te contaré, ha dicho. Con Elena las cosas son siempre así. Normalmente se olvida luego de contarle y él prefiere no preguntar.
Se lía un cigarrillo. Hace frío, pero no quiere irse a casa, está cansado de estar todo el día encerrado. Nadie habla de esa parte del teletrabajo, la parte en la que ya no puedes llegar a casa, ponerte cómodo y olvidarte del trabajo hasta el día siguiente porque tu casa y tu oficina se han fusionado en un mismo espacio opresor, que te aprieta cada día, que no te deja olvidarte de todo aquello con lo que tienes que cumplir, de todo lo que tienes que pagar.
Quiere hacer algo, pero sin Elena no sabe qué. Pensaba que podrían ir a tomar una copa juntos después de la obra, pero ahora se le ha jodido el plan. Se pregunta por qué puerta saldrá Candela Peña. ¿Aceptaría tomar una copa con él si la invitase? Probablemente no, piensa. O a lo mejor sí, Candela tiene pinta de ser una persona impredecible.
Se pone el cigarrillo entre los labios, pero se sube la cremallera del abrigo antes de encendérselo. Luego saca el móvil del bolsillo. ¿A quién podría llamar? Abre Grindr. Quizás haya alguien interesante cerca, o quizás Borja esté conectado y le apetezca quedar, en cuyo caso sería mejor emprender ya el camino de vuelta a casa. Luego se da cuenta de que la gente que sale del teatro está empezando a arremolinarse a su alrededor. Entonces se gira, se pone de espaldas a la fachada ocre del edificio y le baja el brillo a la pantalla del móvil. Le da vergüenza que vean lo que está haciendo, que piensen que está ahí parado buscando en el catálogo de tíos uno que esté disponible para echar un polvo. En el fondo, es justo eso lo que está haciendo, pero es algo que todavía no se ha atrevido a admitir ante sí mismo, una idea que se resiste a aceptar: que todo se reduce al sexo.
Es en ese momento cuando lo ve. En la acera de enfrente, dos piernas largas y delgadas subiendo la calle a toda prisa, las manos en los bolsillos de los vaqueros y la chaqueta de pana abierta. Leonard tiene una forma peculiar de caminar, como si quisiera ocupar poco espacio, hacerse invisible, inmaterial, para colarse entre los huecos que deja la gente a la que adelanta a toda velocidad. Le sorprende no haber reparado antes en ese detalle, pero a fin de cuentas no se han visto en persona tantas veces, y es la primera vez que lo observa con distancia, con cierta perspectiva.
Leonard, ese desconocido en el que no ha dejado de pensar desde que se conocieron en aquella fiesta.
Está decidido a saludarlo, a echarse una carrera y darle un toquecito en el hombro. Tiene pinta de estar volviendo a casa, así que a lo mejor no tiene nada que hacer y le apetece tomarse una copa con él. Quizás así, de manera improvisada, terminen de un plumazo con ese juego estúpido que se han traído entre manos las últimas semanas, esa tontería de no escribirse el uno al otro, de mostrar desinterés, cuando para él está claro —y quiere pensar que también para Leonard lo está— que entre ellos se creó un tipo de conexión difícil de encontrar, que la única noche que pasaron juntos no fue algo normal, algo que se dé cualquier noche con cualquier tío al que apenas conoces. Marcos tiene claro que quiere repetir, pero le hiere el orgullo el hecho de que Leonard no le volviera a escribir después de cancelar la que habría sido su segunda cita. Sigue convencido de que tendría que haber sido él quien diera el siguiente paso.
Mientras piensa en todo eso, Leonard se aleja calle arriba, haciéndose cada vez más pequeño, desapareciendo entre la gente. A lo mejor no es tan buena idea ir tras él, piensa, a lo mejor debería, simplemente, dejarlo estar, a lo mejor it’s not meant to be.
De repente alguien lo agarra por el codo.
¿Marcos?, ¿qué haces aquí?, ¿has venido a ver la obra?
Marcos se da la vuelta, solo para encontrarse de frente una sonrisa audaz, confiada. La sonrisa de alguien que está habituado a liderar, alguien que no se cuestiona, que no duda de sí mismo. Por detrás de él, dos chicas charlan distraídamente, esperando a que su amigo vuelva con ellas, sin interés en acercarse a saludar. Marcos las conoce, pero tampoco a él le apetece saludarlas. Tampoco le apetece saludar a Iván, ya puestos, pero ahora lo tiene delante de él y no se le ocurre qué hacer, no sabe qué debería decir, no estaba preparado para este momento, así que al final solo dice:
Hola, Iván.
Iván suelta una carcajada. ¿Te pasa algo?, dice.
Marcos sacude la cabeza con brusquedad. No, nada, dice; la mirada perdida en el punto en el que Leonard ha desaparecido por completo. Iván mira en la misma dirección, con curiosidad, pero enseguida da un paso hacia atrás y dedica a Marcos un repaso de arriba abajo, un gesto teatral, como si lo estuviera evaluando, como si con ese ademán estúpido pudiera determinar si su ex se alegra de verlo o no.
No, lo cierto es que no se alegra. Sabe lo ridículo que es, pero sabía que ese momento acabaría llegando y, ahora que lo ha hecho, le fastidia su propia falta de empuje, de iniciativa. No consigue concentrarse en la interacción de la que supuestamente está participando, consciente de que cuanto más se aleja de ella más probable es que acabe perdiendo el control sobre la misma. Con todo, es incapaz de atender a nada que no sean los detalles del contexto físico que los rodea: el aire gélido de principios de diciembre que se cuela entre ellos, las luces azules de un coche de policía que se reflejan en la fachada de enfrente, los riders, que pedalean calle arriba a toda velocidad, esforzándose por saciar el hambre de pizza de medio barrio, esforzándose por mantenerse a flote.
No sabe cuánto tiempo ha pasado, cuántos segundos de silencio incómodo, pero sabe que está a punto de perder, que o dice algo ahora o probablemente acabe haciendo algo de lo que tarde o temprano acabe arrepintiéndose.
Lo sabe, pero no hace nada, sumido como está en su propia decepción por haber dejado pasar a Leonard.
Oye, ¿estás solo?, dice finalmente Iván, mirando alrededor. ¿No está Elena contigo?
Es que… empieza a decir Marcos.
Lo digo porque nosotros vamos a ir a tomar algo a La Embajada, ¿igual te apetece venirte?
11
Sobre la cama de Leonard, una maleta abierta y un montón de ropa desperdigada por todas partes. El parpadeo de las luces de Navidad se cuela por el cristal de la ventana, proyectando sombras sobre la única pared del cuarto que no está cubierta de muebles. A Leonard no le gusta la Navidad, pero si va a empezar algo nuevo, en un lugar nuevo —o viejo, en este caso—, prefiere que el primer día del año le pille ya allí. Sabe que es una tontería, pero le da la sensación de que a lo mejor así las cosas salen mejor. Además, para su familia la Navidad es importante, y para él es importante su familia, así que sabe que debe hacer el esfuerzo, como cada año, de estar presente no solo físicamente, sino también en espíritu. Ayudar a su abuela y a su madre en la cocina sin que se lo pidan; arrugar el ceño cada vez que le den besos, pero dejar que se los den; escuchar, después de cenar, las historias de su hermana sobre los hijos de sus amigas y fingir que le interesan; repetir de todos los platos aunque no pueda más; rellenarles la copa a todos cada vez que estén vacías; emborracharse y cantar canciones tradicionales; fingir que todo está bien, que todos están bien.
Cuando ha terminado de hacer la maleta, se sienta delante del escritorio vacío y abre en el móvil la aplicación de HBO. Quiere descargar algo para ver durante el viaje, pero todavía no sabe qué. En principio le vale cualquier cosa, pero prefiere algo que sea rápido, algo que lo mantenga distraído, que lo ayude a no pensar. Como un autómata —igual que ahora hacemos todos—, desliza la yema del dedo sobre la pantalla, haciendo clic en varias películas y series: atrás, clic, atrás, clic, atrás, clic. Thor aparece por la puerta, silencioso. Se acerca a él, se le enrosca entre las piernas durante unos segundos, frotándose contra la tela de sus vaqueros, y al final le salta sobre el regazo y empieza a lamerle el brazo. Leonard le acaricia la cabeza y Thor empieza a ronronear.
¿Me vas a extrañar?, dice.
Por toda respuesta, Thor cambia la cabeza de posición, enterrando la cara entre los pliegues del pantalón de Leonard. Han pasado mucho tiempo juntos y sabe que es probable que sí que lo eche de menos, los gatos desarrollan un gran apego hacia las personas con las que conviven.
Lo que le sorprende es darse cuenta de que él también va a echar de menos a Thor.
Por un momento se imagina llevándoselo con él. Está seguro de que le gustaría Croacia, que disfrutaría viendo el mar desde el balcón de casa y aprendería a pasearse por los tejados del barrio y haría nuevos amigos. Está seguro de que acabaría olvidando pronto Madrid y adaptándose del todo a su nueva vida. Está seguro de que sería feliz.
Se pregunta si también él lo será.
Luego pasa algo. Un título que le resulta familiar. Sobre la pantalla del móvil, las caras de Meryl Streep y Clint Eastwood en colores sepia provocan un chispazo en su memoria, un fogonazo que poco a poco se va convirtiendo en un recuerdo, una imagen nítida de la única noche que pasó con Marcos, muchas semanas atrás:
Apretujados en el estrecho colchón de Marcos, la mano de Leonard descansa sobre el vientre desnudo de su amante; la mejilla, aún en llamas, contra la piel de su hombro. Han estado hablando de sus respectivas familias, pero poco a poco los dos se han ido quedando en silencio. No tienen —o no quieren tener— nada más que decir sobre el tema. Leonard le pide entonces que ponga algo de música para ver si así se destensa un poco el ambiente. Por toda respuesta Marcos se incorpora en la cama, estira el brazo para coger el portátil de la mesa y lo abre sobre su regazo. En la pantalla aparece una película en pausa. Una imagen de una mujer en un vestido blanco. Una cocina. Es todo lo que Leonard alcanza a ver antes de que Marcos cierre el reproductor y abra el explorador para poner algo en YouTube.
¿Qué quieres escuchar?, dice.
Me da igual. ¿Qué película era?
Marcos finge que no lo ha oído. En el buscador teclea: “bon iver forever emma full album”, abre el primer resultado y le da a reproducir. Piensa que quizás pueda ignorar la pregunta, pero Leonard le da un golpecito con el hombro.
¿Qué película era?
Los puentes de Madison, responde finalmente.
Ah, nunca no la he visto, ¿es buena?
Muy buena. Un clásico.
Pero no la terminaste de ver.
Es que la he visto ya muchas veces. Me la pongo para dormir y no siempre la termino.
¿La ves todas las noches?
Marcos deja el ordenador sobre la mesilla y se gira en la cama, colocándose de lado, de frente a Leonard, sus caras tan cerca que casi se rozan con la punta de la nariz.
No todas las noches, dice. Solo a veces, cuando tengo insomnio.
La sabes entera.
Pues casi.
¿Por qué te gusta tanto?
No lo sé, es bonita, dice Marcos intentando encontrar las palabras. Tierna. Tiene una frase que me gusta mucho: “En un universo de ambigüedad, este tipo de certeza llega solo una vez y nunca más, sin importar cuántas vidas vivas”. Es una de mis citas preferidas de película.
¿Citas?
Frases. Quotes.
Ah, vale. Sí, me gusta.
Después de eso, sus cuerpos vuelven a engarzarse y durante los siguiente cuarenta minutos ninguno de los dos presta atención al falsete de Vernon, la calidez de su voz propagándose por el espacio de aquella habitación minúscula como un gas narcótico, entumeciéndolos, protegiéndolos del desabrigo, ayudándolos a encontrarse el uno en el otro.
*
Sentado en la silla de madera de su escritorio, con Thor sobre el regazo y la maleta cerrada sobre la cama, Leonard empieza a darle vueltas a aquella frase de la película. Este tipo de certeza llega solo una vez. ¿Ha sentido alguna vez una certeza así? No está seguro. Es evidente que no la sintió con ninguna de las chicas de las que fingió estar enamorado en el instituto, ni tampoco la primera vez que se fue a la cama con un hombre —un compañero de trabajo de su madre—, pensando que eso resolvería de una vez por todas el conflicto interno que arrastraba desde hacía años. No la sintió cuando se matriculó en la facultad de Arte, ni tampoco cuando lo dejó y empezó a estudiar Informática. No la sintió con Liam, aquel americano rubio con el que estuvo saliendo casi un año, hasta que se le acabó el visado de estudiante y tuvo que volver a Estados Unidos. Tampoco la sintió con ninguno de los chicos que vinieron después y definitivamente tampoco la ha sentido nunca con Pablo. No la ha sentido en todo el tiempo que ha estado en Madrid, pero tampoco ahora que se va, ahora que vuelve a casa con un proyecto interesante entre las manos, algo que le motiva y con lo que cree poder comprometerse a largo plazo, ni siquiera ahora consigue sentir nada parecido a una remota certeza.
Tampoco la sentí con Marcos, se dice a sí mismo, y sinceramente dudo que la vaya a sentir alguna vez en la vida. Nunca ha tomado una decisión que no le haya generado dudas. ¿Cómo se está seguro de algo? Está convencido de que es imposible y que manifestar esa inseguridad es un signo de debilidad, por eso nunca lo hace, por eso todo el mundo piensa de él que es un tío decidido y sin miedos. Pero tiene miedo. Ahora mismo está cagado. No tiene ni la menor idea de cómo van a ir las cosas cuando vuelva a Croacia, ni de dónde estará de aquí a unos meses. Se pregunta si no debería haberse quedado un poco más en Madrid, si no debería, quizá, haberle dado una oportunidad a esa historia con Marcos. A lo mejor podrían haber llegado a algo, a lo mejor habría funcionado. Él habría mejorado su español y habría encontrado un buen trabajo en Madrid. Marcos y él se habrían mudado a un piso en Lavapiés, en la zona alta, cerca de Antón Martín, y habrían adoptado un gato. Tendrían una cama enorme y habría acabado por aprenderse él también los diálogos de Los puentes de Madison.
Le suena tan bonito que casi se lo cree, pero enseguida se le escapa una risita cínica, dolorosa. No son más que ideas estúpidas, se dice. A saber lo que pensará Marcos al respecto, si se acordará siquiera de mí. Además, los amores van y vienen, no merece la pena hipotecarse la vida por un cuento de hadas, por una fantasía surgida de una noche de buen sexo. Ya encontrará a otro. Mejor si habla su idioma, además, pero no es tan fácil en Croacia, muchos chicos todavía se esconden, o se van a vivir a otros países con más libertad. Bueno, Leonard, ya basta, se dice. Ahora lo que importa es saber qué quieres ver durante el vuelo. Al final, acaba descargando los dos últimos capítulos de The Last of Us. Después bloquea el móvil, lo pone a cargar y se lía un cigarrillo mientras espera a que vuelva Nerea para despedirse de ella.
12
Marcos se queda en la cama después de que Iván se haya ido a trabajar. La cama de Iván es amplia y cómoda, mucho más que el catre que tiene él en el piso que comparte con Elena. Además, Iván vive solo, así que sabe que nadie le molestará en toda la mañana, que podrá pasearse en calzoncillos por la casa con la calefacción encendida —lo pagará Iván— y una taza de café humeante en la mano. Sabe que podrá dejarse caer en el sofá, echarse una manta sobre las piernas y leer en silencio hasta que vuelva a quedarse dormido. Esa era una de las cosas que más le gustaba de estar con él. Sentirse adulto, sentir que disponía de un espacio propio, acorde a lo que, cuando era más joven, pensaba que tendría con casi treinta años. Le jode un poco darse cuenta de que una de las cosas que más lo unen a Iván es un deseo materialista, pero no le importa, porque en ese momento se siente muy bien.
A Marcos le duele la boca de decirle a todo el mundo que las cosas son diferentes ahora. Que Iván y él han hablado todo lo que tenían que hablar, que han admitido sus propios errores y se han comprometido a trabajar en ellos. Pero sabe que no es verdad. O mejor dicho, sabe que no funcionará, que en menos de dos semanas, cuando se les pase la embriaguez de sentirse de nuevo ilusionados, cuando se cansen de follar y se destruya el espejismo, todo volverá a ser exactamente como era antes. O peor, porque ahora ya saben de lo que son capaces y la desconfianza es difícil de superar.
Tumbado en la cama como cada mañana, estira el brazo y coge el móvil de la mesilla. Lo primero que hace es eliminar las notificaciones de correo electrónico. Lo hace sin mirar. O bien son cosas de trabajo, en cuyo caso prefiere revisarlo tranquilamente con un café, sentado a la mesa de la cocina, o es publicidad, en cuyo caso directamente no le interesa, y más tarde acabará borrando esos mensajes sin siquiera abrirlos. Las notificaciones de Whatsapp también las quita. La mayoría son de grupos en los que nunca participa o mensajes de Elena que no corren prisa. Después se mete en Instagram. Lo que pasa ahí sí que le interesa. A veces escribe cosas y le gusta ver cómo reacciona la gente a lo que tiene que decir sobre el mundo. Es un comportamiento absurdo, fruto de una construcción frágil del ego, algo que por lo demás parece haberse extendido entre la población de manera fulminante. Además, ni siquiera tiene tantos seguidores y, la mayoría de las veces, los que reaccionan a sus publicaciones son sus cuatro amigos de siempre. Pero hoy ve algo diferente. Algo que le hace incorporarse en la cama y frotarse los ojos con los puños. La noche anterior, antes de dormirse, compartió en stories una publicación que vio por ahí, algo sobre masculinidad tóxica y cómo combatirla, la típica conducta de activismo de salón que inunda ahora las redes sociales. Algo poco trascendente, si no fuera por la notificación que dice que a Leonard le ha gustado su publicación.
Por instinto, y de manera inevitable, le escapa una sonrisa a los labios.
Se mete en su perfil. El circulito de los storiesestá activo. Hace mucho que no entra, dejó de hacerlo la noche en que lo vio subir corriendo la calle Embajadores al salir del Pavón, la noche en que se fue con Iván y sus amigas a tomar algo a La Embajada, la noche en que, después de despedirse las amigas de Iván, se fue solo con él a tomar la última a su casa y acabaron follando contra la encimera de la cocina. Esa noche decidió que Leonard era cosa del pasado, que ya estaba bien de pensar en esas tonterías, que tenía que empezar a plantearse sentar la cabeza, que tenía que ser práctico.
El story de Leonard es de hace quince minutos. En él se ve la pantalla de una puerta de embarque en la que pone Zagreb, y un cuadro de texto rosa en el que ha escrito bye bye Spain.
A Marcos le duele ver que Leonard se va. No lo sabía y la noticia lo coge desprevenido. En ese momento sabe que está perdido. Se conoce lo bastante bien como para saber que Leonard se convertirá en otra de las muchas historias sin cierre en su vida, que dentro de diez años seguirá acordándose de él, de la noche que pasaron juntos, de Los puentes de Madisony del desayuno que tomaron a la mañana siguiente, y que no dejará de preguntarse si dejó pasar, acaso, al amor de su vida, si debería haber insistido un poco más, si debería haberle vuelto a escribir, si la culpa fue suya. Y lo que es peor, no solo vivirá con el remordimiento, sino que no podrá cerrar nunca esa puerta. La dejará entreabierta, como tantas y tantas en su colección. La dejará entreabierta y de vez en cuando pensará en Leonard. Lo buscará por Internet, averiguará qué hace, si está soltero o no, y valorará la posibilidad real de ir a visitarlo hasta que, sin saber cómo, se dé cuenta de que se está ilusionando, de que los chispazos del amor le revuelan en el estómago, de que lleva días, quizás semanas, imaginando cómo será su reencuentro, imaginando que la magia surge entre ellos, que se enamoran y acaban viviendo felices para siempre.
Después, claro, volverá la realidad.
Tumbado en la cama de Iván, con el móvil en la mano, Marcos se pregunta si debería escribirle a Leonard algo en plan «eh, oye, buen viaje». Piensa que quizá no sea demasiado tarde, que a lo mejor vuelven a pasarse días hablando y dentro de unos meses puede ir a visitarle a Croacia. Quizás mejor un «¿te vas para siempre?»; o un «no sabía que te ibas». Le da vueltas, muchas vueltas. Cualquier cosa vale, lo que sea. Algo que rompa el hielo. Pero no lo hace. Se queda ahí mirando la pantalla, el cursor parpadeando, pero no escribe nada, no se atreve.
En su lugar, abre la conversación de Iván en WhatsApp y lee los últimos mensajes que le ha enviado:
«¿Sigues en casa?»
«¿Qué haces?»
«¿Por qué no me contestas?»
Marcos sabe lo que tiene que hacer. Lo sabe, pero no lo hará. Al menos no ahora. Quiere regalarse un poco de tiempo, quiere disfrutar, se lo merece. En el baño de Iván —casi igual de grande que su propia habitación—, se quita los calzoncillos, le pone el tapón a la bañera y abre el grifo del agua caliente al máximo. Le manda una foto a Iván. Una de la bañera llenándose de agua y espuma. Luego le manda otra. Una suya, desnudo en el espejo. Sabe que eso lo excitará, que lo pondrá de buen humor, que volverá a casa completamente vencido por las ganas de estar con él, de poseerlo, de sentirse poderoso.
Después de eso, Marcos se mete en el agua y pone algo de música. Come on, skinny love, just last the year. Eso es, se dice, solo un poco más, solo hasta que acabe el año.
Y luego adiós.
Después cierra los ojos, hundido en el agua hasta las orejas, y se imagina a Leonard en Barajas. Lo ve sentado delante de su puerta de embarque, mirando los aviones por los ventanales mientras lía cigarrillos que no se va a poder fumar, solo para mantenerse entretenido, solo para calmar los nervios. Lo imagina con barba, más de la que tenía la última vez, desaliñada. Una chaqueta marrón demasiado fina y una mochila vieja, desgastada y medio vacía, a sus pies. Lo imagina impasible, la mirada perdida y el culo pegado al asiento mientras el resto de pasajeros se moviliza a su alrededor, accionados por una voz átona que rompe el silencio diciendo: Atención, pasajeros del vuelo 08701 a Zagreb, embarquen por la puerta 21.
© Hugo Esteban