(publicado en El vuelo de la palabra 2022)
Durante unos segundos es incapaz de seguir escuchando. No es que no quiera, simplemente no consigue percibir sus voces. El silencio se desploma sobre él como la noche, y de repente se siente más fatigado que cuando llegó, apenas unas horas antes. Se aprieta las sienes con los dedos, con fuerza. Sobre la mesa, los restos de la cena y una botella de vino vacía. Cuando abre los ojos, las caras de las tres se le aparecen igual de entremezcladas que sus voces. Un amasijo de ojos y bocas envuelto en aquel turquesa apagado del mantel, que parece orbitar en torno a ellas como cuando Julia ondeaba sobre sus cabezas su cinta de raso, antes de las exhibiciones de gimnasia. Agarra el vaso de agua que tiene delante y se lo lleva a la boca.
¿Nos lo vas a contar ya, o vas a esperar a mañana?, dice Clara. Empiezo a estar un poco cansada de este misterio.
Juan levanta una mano con la palma vuelta hacia ellas y vuelve a cerrar los ojos. Necesita afianzar su cuerpo sobre la silla, comprobar cada una de sus articulaciones antes de empezar a hablar. Inspira hondo y retiene el aire en el estómago. Escanea de abajo hacia arriba. Tan solo el corazón va un poco más rápido de lo normal, y la mano derecha está apretando demasiado fuerte el vaso de agua, tan fuerte que por un momento teme que se le estalle entre los dedos. Lo suelta, destensa los músculos y deja salir el aire por la boca antes de volver a abrir los ojos y decidirse a explicarles lo que han venido a hacer, lo que quiere de ellas, lo que no se ha atrevido a contarles por teléfono.
*
Cecilia hace su parte antes de dormir. La realidad es que ella no lo necesita, hace ya mucho que pasó por ese proceso, por eso prefiere quitárselo de encima cuanto antes y olvidarse del asunto hasta el día siguiente, que pretende aprovechar para empaquetar algunas cosas que le gustaría llevarse. Cuando baja las escaleras por la mañana, lo hace envuelta en un camisón de encaje blanco. Julia se ríe desde la cocina. Eres como una aparición, dice. Juan se da la vuelta para verla. No la ha sentido llegar, a Cecilia siempre le gustó ir descalza por la casa, y ahora lo vuelve a hacer. Buenos días, dice. Clara también está allí, sentada al lado de Julia con una taza de café entre las manos. De niñas quizás saltase menos a la vista, debido a la diferencia de edad, pero ahora que son adultas el parecido entre ellas es tan pronunciado que a veces la gente las confunde.
Juan se ha levantado antes que ellas y ha hecho pan, con la masa que dejó en el frigorífico la noche anterior. Lleva toda la vida haciéndolo, y hace diez años que decidió convertirlo en su modo de vida. El horno es para él una extensión de su cuerpo, aunque ahora no está seguro de cuánto tiempo más podrá seguir dedicándose a ello. No sabe qué será del negocio cuando él ya no esté.
Después del desayuno, Julia se pasa la mañana en su antigua habitación. Para ella todo aquello no tiene mucho sentido. Es la más joven, y apenas se acuerda de nada. Aun así, hace un esfuerzo, sabe que para Juan es importante, y puede que también lo acabe siendo para ella. Delante del escritorio, se pregunta si aún seguirán detrás del espejo las cartas de Marcos, su primer novio del instituto. Luego se acuerda de que las rompió y las tiró a la basura, una noche en que volvió a casa borracha y Cecilia se la encontró vomitando en el fregadero. Al final, se sorprende a sí misma escribiendo más de lo que había imaginado. Dobla las hojas, las deja sobre la mesa y va hasta el cuarto de Clara. La puerta está entreabierta. Aun así, toca suavemente con los nudillos. Pasa, se oye.
Clara ha preferido la evitación. Si lo hubiera sabido, no habría venido, piensa. Lleva tres horas sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared y el portátil sobre el regazo, intentando ultimar los detalles de la presentación que tiene el lunes por la mañana, y pretende seguir haciendo lo mismo durante toda la tarde. Pero después de comer se queda dormida. Con la barriga llena —lo que cocina Juan está siempre demasiado bueno como para no repetir—, la invade un profundo sopor y cierra los ojos en el sofá. La pesadez en el estómago la hace tener pesadillas. Todo en lo que no ha querido pensar durante la mañana, todo se le aparece en sueños como una ráfaga de cuchillos afilados que la persiguen y que no consigue esquivar. Se despierta sobresaltada, empapada en sudor, y se mete en la bañera durante una hora. Siempre fue ella la más sensible, la que lloraba de manera explosiva en la cocina. O acaso era Juan el más sensible, y simplemente lo disimulaba mejor, porque no le quedaba más remedio. En cualquier caso, envuelta en espuma y agua tibia, llora en silencio durante un rato largo, como imagina que siempre ha hecho Juan, y cuando sale del baño se encierra en su habitación y escribe hasta la hora de la cena, que transcurre en medio de un silencio denso e inhóspito.
*
No hace falta que lo leamos, dice Juan. Han dejado la luz de la cocina encendida, y a través de la ventana se ven los platos apilados en el fregadero. El agujero ya está excavado —lo ha debido de hacer él durante la tarde—, con un pequeño nido de ramitas en su interior, en el centro del círculo que forman los tocones de pino donde alguna noche esporádica se sentaron los cuatro a compartir confidencias, en un pasado que ahora parece rozarles la piel.
Lanzan una cerilla. La noche es fresca, y un soplo de aire mece las primeras llamas. Juan abre una botella de whisky, da un trago largo, que mantiene en la boca durante unos segundos y luego escupe sobre la hoguera, que responde con una pequeña lengua de fuego que se retuerce sobre sí misma antes de desaparecer. Luego le pasa la botella a Julia, que hace lo mismo. A Juan le sorprende que lo imite, ese pequeño gesto no formaba parte del plan, pero no dice nada, y ahora Cecilia y Clara escupen el whisky también. De hecho, nada de eso es completamente necesario. Lo que él necesitaba no requería de toda esa parafernalia, lo podrían haber hecho de una forma mucho menos efectista, incluso lo podría haber hecho él solo, pero a Juan siempre le ha gustado lo ceremonioso, lo recargado y, en general, todo lo que resulta excesivo.
Las hojas que han escrito arden. Contienen:
—el primer orgasmo, y la sensación de asco después.
—una fila temblona de dientes amarillentos y húmedos.
—el sonido de la cerámica al romperse contra el suelo.
—el olor a crema sobre la piel amoratada.
—un aliento acre contra la oreja, y los dedos rugosos sobre el ombligo.
El fuego se apaga, y Juan se siente un poco decepcionado. Ha sido más breve de lo que esperaba. Cecilia entra en la casa y vuelve a salir pocos segundos después, con la urna entre las manos. Lo hacemos ahora, dice. No lo pregunta, lo afirma, porque es la mayor y, aunque esto haya sido idea de Juan, aún se siente con derecho —y a veces en el deber— de ponerse al mando en este tipo de situaciones, de ser quien los lleve a todos de la mano.
Los demás asienten en silencio, y ella se arrodilla junto al hoyo, le quita la tapa a la urna y la deja en el suelo, entre Juan y ella. Entre los dos agarran esa urna que ha permanecido demasiado tiempo guardada en el aparador del pasillo, sin que nadie se acordase de ella, y la vuelcan sobre el agujero. Julia coge a Clara de la mano, y juntas observan cómo las cenizas caen como el agua de una cascada sobre los restos calcinados de sus recuerdos. Cecilia aparta la cara, no quiere que se le meta el humo por la nariz. Clara llora otra vez, y a Julia le parece que el tono gris de las cenizas es precioso, le recuerda a un cuadro que vio hace poco en una exposición.
Cuando ya todo ha pasado, Juan les pide un momento a solas, y las tres entran en la casa. Envuelto en el denso silencio de la noche, solo interrumpido por el parloteo de las cigarras, cierra los ojos y se imagina a sí mismo soltando lastre desde la proa de un barco de vela, tirando por la borda sacos de arpillera que llevan etiquetas de tela blanca cosidas a mano, librándose por fin del peso innecesario que tantos años lo ha estado acompañando. Ve cómo los sacos se hunden en el agua, todos los fantasmas que lo atormentaban, todos desapareciendo por fin ante sus ojos, mientras las velas del barco se hinchan y el viento lo aleja de allí adonde no piensa volver.
Después de eso solo queda el silencio —las cigarras han dejado de hablar—, el haz de luna que asoma a través de unas nubes plateadas y una equis dibujada con el dedo sobre el montículo de tierra fresca con el que han sellado el agujero.
Y luego nada.
© Hugo Esteban